Del secuestro a la liberación

«Hay que ver las vueltas que da la vida», debió pensar más de uno cuando la adrenalina dejó el jueves a eso de las once y media de la noche un mínimo resquicio a la razón en medio de la locura colectiva más justificada que un servidor recuerda.

El Valencia CF pasó en poco más de 24 horas de verse envuelto en otro episodio de vergüenza ajena -un secuestro de opereta, o un caso de Mortadelo y Filemón si lo prefieren- a una noche mágica. De esas en las que sólo el fútbol, porque la pelota no ensucia a los sentimientos y determinados personajes sí, es capaz de cambiar la ignominia por lágrimas de felicidad.

Nada tuvo que ver el club con el episodio bochornoso del miércoles. Y parecía que esa tendencia a la autodestrucción –«lo que pasa aquí, no pasa en ningún sitio»-, alimentada interesadamente por otras latitudes, iba a tapar una fecha imborrable para muchos.

Porque eso de «oye, en Valencia no os aburrís», tiene una parte de cierto. Tanto como recordar el remanso de paz que es el fútbol patrio en otros puntos de la piel de toro.

Porque parece como si Gil y el gerente del Compostela nunca se hubieran liado a guantazos en la sede de la LFP. Como si Jose Luis Nuñez, ex presidente del Barça, no estuviera condenado a seis años por delitos de cohecho. Como si Lorenzo Sanz nunca hubiera sido detenido por un delito de estafa e intentar sacar obras de arte del país. Como si nunca un camarero brasileño disfrazado, haciéndose pasar por un jeque de Dubai, hubiera sido presentado como futuro dueño del Getafe. Como si Sandro Rosell no estuviera ya en su casa por haber «distraído» unos milloncejos en el fichaje de Neymar, o como si nunca el presidente del Sevilla hubiera ingresado en prisión condenado por apropiarse del dinero de los contribuyentes de Marbella.

Sí, en Valencia hay desaprensivos e impresentables en torno al fútbol. Pero de ahí a tener la exclusiva, media un abismo.

Pero fíjate tú por donde, el valencianismo como sentimiento pagó el rescate el jueves. Con una remontada imposible. De esas que nos habían acostumbrado a que no se podían dar en los últimos años. Con el lomo de la fe molido a palos por la vara de las excusas para justificar mediocridades que nunca supieron transmitir a la afición nada más que ingratitud. Se cubrieron de gloria quienes despreciaron a una grada que el jueves fue los pulmones de Joao y Bernat en cada subida por la banda. Ayudó a Keita en cada recuperación y a Parejo en cada pase entre líneas. Acompañó en cada regate de Feghoulí y en cada cruce de Mathieu hasta que su tendón dijo «basta». Y una afición que remató con Paco Alcácer cada uno de los balones de su ‘hat-trick’.

Esos a los que una vez se les dijo para justificar la mediocridad aquello de «¡Eh, campeón! ¡A ver si levantas un partido!» fueron parte del rescate del sentimiento el jueves gracias -esta vez, sí- a sus futbolistas. Que nadie se olvide de los fieles a Mestalla, porque fueron importantísimos. Que nadie olvide a los que les descalificaron –«afición fría», «demasiado exigentes»– y ojalá les hagan tragar sus palabras una por una en las semifinales.

Porque gracias a la locura de una remontada imposible, en perfecta comunión de equipo y grada, el valencianismo pasó en menos de 24 horas de un vergonzoso secuestro a la liberación del sentimiento encadenado durante años a las excusas-tapadera.

Nunca en la vida vi celebrar un tercer puesto. El jueves tras el partido, la Avenida de Suecia estaba a tope, y no era por pasar a semis. Era por cómo se había logrado. La ilusión en el fútbol no se puede medir al peso con la regularidad porque se alimenta a base de golpes de locura como el del jueves.

Anótelo quien corresponda.

 

Manolo Montalt (@ManoloMontalt)

Director de la Taula Esportiva (NOU Radio)

 

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