El hijo, el padre y el yayo

Tiene siete añitos, recién cumplidos, pero sabe mucho más de este loco deporte que periodistas consagrados en este mundo futbolero. Alineaciones, escudos, camisetas, jugadores, clasificaciones… Todo, lo controla todo.

Ayer, como todos los días que hay fútbol, se acercó a Mestalla de la mano de su padre. Con lluvia, con frió, con pasión.. Nunca falla. Dani es su nombre, Domenech su apellido. Hasta hace poco con una mano sujetaba a su padre y en la otra a su yayo. Pero el yayo se fue, en silencio, con grandeza, con humildad, como vivió y educó.

Dani, aunque nunca dice nada, lo extraña todos los partidos. Parece que los niños sufren menos pero no es cierto: sufren distinto, pero sufren. Padre e hijo han creado un lenguaje especial ante su ausencia. Como una especie de juego imaginario entre el niño y el padre cada vez que su equipo gana, miran al cielo y le guiñan un ojo al yayo, a Salvador. Pero claro, ganamos tan poco, que el ‘enano’, que es un pillo, le guiña el ojo igual, aunque perdamos.

Ayer Dani y Javi -así se llama su padre- fueron a su localidad y vieron el fútbol. Bueno, vieron a su equipo sobre el césped, porque calificar como ‘fútbol’ lo de ayer son palabras mayores y lejanas en este momento. Y Dani, que sabe hasta de táctica, no entiende lo que está pasando: ni él ni nadie en su sano juicio. Mira a su padre y le dice lo que era el fútbol para su yayo, algo que el niño no ve sobre el césped. Su yayo le enseñó que la entrega, la lucha, el corazón, la valenciania, la fe, el respeto, la deportividad, la pasión… pueden con todo, pero sus ídolos lo desconocen.

El equipo es un desastre y dan igual expulsiones, excusas y demás. Un desastre anímico, emocional, futbolístico. Es un suplicio y una pena. Y un motivo de reflexión importante.

Al final el padre, que estaba ‘fotut’ -que decimos en Valencia- le contó un cuento, le dijo que ganar es bueno pero que lo importante es poder jugar, vivirlo, sentirlo y que el fútbol por suerte te da mil oportunidades. Y los dos, en silencio, entraron en casa. El niño se acostó y soñó con rapidez. El padre se acostó y tuvo pesadillas. Y el yayo, desde el cielo, sonrió y pensó: «Mi hijo aprendió la lección». Y esa es una gran victoria, la mejor de todas. Lo otro, aunque duela, es secundario.

 

Carlos Egea (@cegeavivo)

Periodista Radio Nou

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