¿Dónde está la mente del mercado?

Es habitual imputarle al liberalismo la opinión de que las sociedades y los mercados libres no son más que una simple agregación de individuos atomizados. A los liberales, de hecho, se les suele caracterizar como ultraindividualistas y anticolectivistas: su obsesión pasa por que cada persona actúe autónomamente frente a toda restricción externa y que, por consiguiente, persiga su interés egoísta despreocupándose de, o incluso suprimiendo, los intereses del resto de individuos. Justo como en una selva. Claro que, entonces, surge la duda razonable de qué garantiza la armonía, la convivencia pacífica y la cooperación dentro de una sociedad, a saber, qué elemento es el que mantiene alejada del caos a esa suma informe de individuos egoístas. Y la respuesta habitual suele ser que a los mercados les falta una mente o, poniéndonos más espirituales, un “alma”: justo el papel que le corresponde al Estado como planificador central y cohesionador social.

Sucede que tanto las premisas como las conclusiones son erróneas. Las sociedades no son solamente la suma desorganizada de individuos, sino algo más: relaciones de confianza, experiencias comunes, redes establecidas de cooperación, normas compartidas u objetivos globales. Acaso la prueba más evidente de lo anterior es que si, en un disparatado experimento ingeneril, sustituyéramos a los individuos que conforman una sociedad asentada por otros individuos arbitrariamente escogidos de entre otras sociedades, la suma de todos ellos no sería ni mucho menos equiparable a la anterior: aunque externamente poco cambiaría, internamente casi todo mutaría; en esencia, porque un orden social habría sido destruido sin que se hubiese creado instantáneamente otro. La sociedad, por consiguiente, trasciende al individuo, lo que ni mucho menos significa que, tal como los colectivistas pretenden, el individuo sea un mero instrumento en manos de la sociedad. Sociedad no es necesariamente igual a masa absorbente y anuladora: o por decirlo en términos más popperianos, sociedad no es necesariamente igual a sociedad cerrada; también cabe la sociedad abierta.

Ninguna de estas conclusiones, por cierto, es ajena al liberalismo y, muy en particular, al liberalismo de corte austriaco, que en este aspecto particular conecta además con el liberalismo escocés. El Premio Nobel de Economía, Friedrich Hayek, fue bastante contundente a este respecto: el individualismo radical, al negar la existencia de fenómenos sociales que sobresalgan de las decisiones individuales, entronca con el constructivismo cartesiano y, por ende, con el socialismo; si la sociedad es incapaz de existir y de desarrollarse con cierta autonomía frente al individuo, es que la sociedad sólo puede ser un subproducto deliberado y planificado de algún individuo. De ahí, pues, a la inevitable conclusión de que el Estado es un constructo racional de las personas para diseñar, coordinar y mantener unida a la sociedad.

Pero no: la sociedad trasciende a los individuos y también trasciende a los intentos por planificarla y encapsularla, es decir, trasciende al Estado. De entrada, nuestras evolucionadas emociones morales nos terminan abocando a la cooperación, tal como explica Michael Shermen en The Mind of the Market: “Mi punto es justamente éste: del mismo modo en que he argumentado que la moralidad en forma de emociones morales evolucionó mucho antes que la religión o la política, afirmo que el comercio evolucionó mucho antes que el Estado llegara a desarrollar instituciones económicas para el comercio, y por tanto nuestras intuiciones morales conectan con el comercio y la confianza, y esa conexión está directamente relacionado con la guerra o la paz entre grupos”. Y, a su vez, la cooperación termina creando instituciones sociales que permiten y fomentan la preservación y potenciación de esa cooperación pacífica. Mas esas instituciones sociales surgen sin necesidad de que nadie las cree desde arriba: son complejos fenómenos emergentes de abajo arriba. Como decía el filósofo escocés Adam Ferguson, la sociedad es el producto de la acción –o interacción– humana, pero no del diseño humano. O como afirmaría el teórico de la evolución Daniel Dennett en términos más actualizados: “la evolución es un método para diseñar sin que exista un diseñador”.

Los mercados, como todo mecanismo evolutivo, no necesitan de un planificador central para alcanzar el orden. No necesitan de una “mente” humana superior que los coordine a través de mandatos coactivos. Pero no lo necesitan no porque los individuos sean tan hiperracionales como para construir atomísticamente ese orden; ésa es una absurda hipótesis que, paradójicamente, termina siendo abrazada por los aduladores del Estado (como decía Carlos Rodríguez Braun esta misma semana: “los que proclaman que los mercados no se autorregulan creen que los Estados que regulan los mercados sí que se autorregulan”). No: los mercados no necesitan de una mente planificadora que los saque del caos, porque las interacciones humanas, con sus muchos errores y aciertos debidos a la muy limitada racionalidad de cada individuo, van puliendo indirecta y dinámicamente las intuiciones morales y las instituciones sociales que sí constituyen la infraestructura imprescindible para esa coordinación. El mercado no es un comité de sabios que proporciona siempre la respuesta acertada para toda problemática social, sino un marco de experimentación descentralizada para, prueba y error mediante, ir descubriéndola: la famosa antifragilidad de Nassim Taleb.

Tal como expone Eric Beinhocker en The Origin of Wealth: “Una visión evolucionista de la economía nos conduce a coincidir con la extendida visión de que los mercados son positivos, pero por razones muy diferentes a las habituales. El enfoque económico tradicional enfatiza que los mercados son el mejor mecanismo para asignar recursos y optimizar el bienestar de la sociedad bajo condiciones de equilibrio. El problema, como ya hemos visto, es que en el mundo real esas condiciones de equilibrio nunca se cumplen (…) Ahora bien, siguiendo el marco teórico que acabamos de delinear, podemos reinterpretar los mercados como un mecanismo de búsqueda evolutiva (…) En pocas palabras, la razón por la que los mercados funcionan tan bien puede reducirse a lo que los teóricos evolucionistas han denominado la segunda regla de Orgel, a saber, ‘la evolución es más inteligente que tú’. Incluso un gran hombre muy racional, inteligente y benevolente no sería capaz de superar el algoritmo evolutivo (…). Los mercados son superiores a los mandatos y al control no porque sean eficientes al asignar recursos en condiciones de equilibrio, sino por su eficacia a la hora de innovar dentro del desequilibrio”.

Esa es la mente (o el alma) del mercado libre: la interacción competitiva y cooperativa de todos los individuos dentro de un marco institucional que evoluciona impulsado por los resultados no intencionados de esa interacción. Pensar que la planificación central del Estado es la encarnación última de esa “mente” social merece idéntica consideración científica que la doctrina del “diseño inteligente” con respecto a las teorías de la evolución.

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