11-M: El dolor y la vergüenza

Diez años ya, y no pasa el tiempo, detenido en los trenes de Madrid. Detenido y cercenado para los que allí perdieron la vida, para los mutilados por un horror que corta pedazos del alma irrecuperables, para las familias que habrán luchado por enfriar el dolor con estoicismo y por tirar para adelante sin dejar de mirar atrás, inevitable y obsesivamente. Cómo no. Lo trágico no se aparta ni se acomoda como una experiencia más. No llama nunca a la puerta civilizadamente para avisar de que llega. Sólo irrumpe.

Nadie está preparado para su irrupción y menos que nadie personas como los viajeros de los trenes de Madrid, como los que iban en el Metro de Londres un año después, como los que trabajaban un 11 de septiembre en las Torres Gemelas neoyorquinas, como cualquiera de los miles y miles de asesinados en atentados terroristas en España y fuera de ella. El terrorismo irrumpe en la cotidianeidad para hacerla saltar por los aires en busca de lo que el propio nombre indica: aterrorizar. Miedo, pánico y terror, la violencia extrema como medio para lograr objetivos políticos, para cobrarse venganza, por cerrado fanatismo. Justo allí donde menos se espera, en la rutina de cada día, yendo al trabajo, tomando el café en el bar de siempre, en el entorno que semeja inviolable y seguro, es donde más daño sabe que hace el terror.

El tiempo quedó detenido aquel 11 de marzo de 2004 en otros fragmentos que no eran trágicos, que no eran inevitables, que son simplemente vergonzosos. Así quedó huella, en la fonoteca, en la hemeroteca e igual en la memoria de cada uno, quedó huella, digo, de un país que no fue capaz de mantenerse entero en el duelo. De un país que en parte salió a culpar del atentado terrorista al Gobierno, que era algo que jamás había ocurrido aquí, una nación castigada por el terrorismo, ni ha sucedido en otras que recibieron golpes semejantes. Y aquel estallido de indignación, de miedo, de alarma, agudizado por la inminencia de unas elecciones generales, no lo quisieron calmar desde los partidos de la izquierda, ni siquiera cuando miles de personas acudieron hostiles a las sedes del PP aquellas noches aciagas.

Todo eso ensució unas jornadas de marzo que debían haber sido de luto, pero que alumbraron el hecho insólito de que la autoría del atentado fuera decisiva, no sólo para opinar una cosa o la contraria, sino incluso para ir a votar. Si un atentado de dimensiones apocalípticas pone a prueba la entereza y la fibra moral de una nación, y yo creo que sí las ponen, debemos concluir lacónicos que España, hace diez años, no estuvo a la altura. Lo estuvo en solidaridad, en entrega a los heridos, pero fracasó penosamente a la hora de afrontar unida, sin recriminaciones, sin banderías, sin bajos intereses, un ataque terrorista que se llevó de golpe a doscientos compatriotas. No sé si con el tiempo habremos aprendido.

Cristina Losada

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