A contracorriente. El camino islandés.

Paseando por las calles de Reykjavick, nada hace recordar que hace ahora justo siete años la economía islandesa tuvo un desplome colosal: los bancos del país se hundieron por el endeudamiento desproporcionado de unos ciudadanos que vivían muy por encima de sus posibilidades.

Entonces, bastantes jóvenes islandeses, que debían hasta los todoterrenos que conducían, tuvieron que emigrar a Noruega u otros países. Ahora, digo, los papeles se han invertido y la afluencia de inmigrantes renueva el dinamismo de una sociedad en ebullición. Para ratificarlo, mientras escribo este artículo en el lobby de mi hotel, una joven española acaba de entregar su currículum para ver si le dan trabajo en él.

“Aquella crisis fue de risa, en comparación con la de España y otros lugares”, me dice mi acompañante. Por supuesto. En Grecia aún están sumidos en ella porque el rescate de su economía lo están pagando todos los ciudadanos de sus bolsillos. En Chipre recayó sobre los ahorradores, que han visto menguar sus activos en los bancos. En Islandia, en cambio, se dejó caer al sistema financiero y quedaron sin cobrar los depositantes, británicos casi todos ellos.

Cabe recordar el cabreo del entonces primer ministro de Londres, Gordon Brown, amenazando a las propiedades islandesas con la aplicación de medidas antiterroristas.

Pero todo ello ha pasado ya porque el país más septentrional de Europa, pese a su gran tamaño, tiene sólo 330.000 habitantes, los mismos que la ciudad de Alicante, y todo en él resulta más familiar y más sencillo, con un turismo en expansión y que dentro de poco alcanzará al PIB de la poderosa industria pesquera.

Esas son las razones del éxito de Islandia, la nación más prometedora del continente, con el permiso de Alemania, claro está.

Por Enrique Arias Vega

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