Arse / Sagvnto

En el año 221 a.C., el joven Aníbal Barca, hijo de Amílcar, fue encumbrado por sus tropas como comandante en jefe de los púnicos en Iberia. Su padre, hombre duro, visionario y resolutivo, encontró la muerte de forma brusca sofocando una rebelión en las minas de la Oretania, muy probablemente a orillas del Segura a la altura del actual Elche de la Sierra. El cachorro del león, pues así llamaban afectuosamente los púnicos y sus mercenarios al joven Barca, pronto retomó la política de puño de hierro de su padre, así como prosiguió con sus planes para cumplir el legendario juramento que, siendo todavía niño, le hizo a su progenitor: odio eterno a Roma.

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Como tantas veces ha sucedido en este amado solar nuestro, los indígenas le dieron pretexto y rédito para que esa promesa desencadenase el conflicto militar más sangriento de la Antigüedad clásica y, cómo no, de nuevo veremos que ese enfrentamiento llamado por los historiadores Segunda Guerra Púnica tuvo su comienzo frente a los muros de una ciudad valenciana cuyo encono pasaría a la historia: Sagunto. Pongámonos en ambiente: En el año 220/219 a.C., toda la franja costera oriental hispana desde la desembocadura del Ebro hasta más allá del cabo San Vicente (en el Algarve portugués) estaba oficiosamente sujeta al dominio de Cartago, siendo Qart Hadash, hoy Cartagena, la base de operaciones de la familia Barca en el vasto territorio que ellos llamaban Spania (tierra de metales o de conejos, hay controversia con el topónimo) Recuperados tras la desastrosa Primera Guerra Púnica, Roma y Cartago habían suscrito un tratado por el que delimitaban el Ebro como área de influencia de ambas repúblicas. El caso es que, como la aldea de Asterix, solo una ciudad díscola al sur del Ebro mantenía su alianza con Roma: Arse (Saguntum para las fuentes romanas). En contacto continuo con Massalia (hoy Marsella) y Emporion (hoy Castelló d’Ampuries), la inexpugnable ciudad de Arse era una molestia permanente para los intereses de Roma en Iberia… y para muchas otras ciudades indígenas del vecindario que veían con desagrado el auge comercial y urbano de la ciudad edetana que ignoraba alevosamente las restricciones del tratado. Es curioso que, en contra de esa idea pueril de un territorio unificado contra el invasor, sea púnico o romano, ninguna de las ciudades vecinas edetana, ilercavona o contestana hicieron nada por aunar esfuerzos contra los cartagineses. Arse, sujeta nominalmente a la Edetania, era independiente de facto y muy odiada por algunos clanes nativos. Sí que se sabe que el rey Edecón de Edeta, régulo local, tenía familiares retenidos en el palacio de los Barca en Qart Hadash, así que no sabemos si no intervino en lo que estaba a punto de suceder por decisión política o por el chantaje cartaginés.

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El caso es que Aníbal vio claro el casus belli con la negativa de Arse de plegarse a los designios cartagineses y seguir comerciando activamente con las ciudades aliadas de Roma, así como mantener aspiraciones a la explotación de las minas de los turboletas (hoy Teruel), vasallos de Cartago. La prueba de fuego de la gran campaña que tenía en mente sería doblegar esa terca ciudad edetana y demostrarle a toda Iberia, y a Roma, que los tratados están para respetarlos… y los Barca para temerlos. A finales de la primavera del 219 a.C., Aníbal apareció al frente de 50000 hombres ante los muros de Arse. En su mente no tenía previsto un largo asedio, sino un rápido y letal asalto, así que diseñó un plan de acción con ataques simultáneos por tres puntos diferentes, centrando toda su atención en la cara occidental de la muralla, la que mira a la Calderona, pues fue este siempre el punto más débil de la formidable acrópolis saguntina. Este primer combate fue muy cruento, utilizando los púnicos sus magníficas máquinas de guerra contra unas defensas bien pertrechadas de las que brotaban todo tipo de proyectiles, incluyendo las temidas faláricas incendiarias. Eran unas lanzas de hierro de dos puntas, todas forjadas de una pieza única, a las que se le ataba esparto aceitado a una de ellas y se lanzaban encendidas. En uno de los lances del asalto, el propio Aníbal salió herido con un dardo de este tipo atravesándole el muslo. Los días siguientes se sucedieron las escaramuzas, incluso los arsetanos salieron a contraatacar al campamento enemigo, con tanto éxito que, quizá afrentados por aquel atrevimiento, durante los días siguientes se recrudecieron los combates en el flanco oriental de la ciudad. Los zapadores cartagineses, eficientes de verdad, consiguieron tirar tres torres y parte del lienzo amurallado, pero de nada sirvió porque los defensores, apostados en un segundo muro y con más bravura que los atacantes, conjuraron aquel nuevo asalto. Según dejó escrito Tito Livio, “ninguno dio un paso atrás por miedo a que el enemigo ocupara el espacio que él dejara libre”. Una lluvia de dardos y faláricas hizo el resto. Desde el puesto de mando de Aníbal se ordenó el repliegue general. Aquella nueva contrariedad provocó un cambio de planes; lo que iba a ser un asalto rápido se convirtió en un cerco eterno…

hannibal

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