Cabanela, mi ídolo

 

Me gusta el doctor Cabanela, el médico gallego que ha operado al rey. Me gustan sus modales, su serenidad, su modo de explicar las cosas. Me encanta su acento gallego-americano y la seguridad con que responde a la prensa o despeja los balones que no le interesan. Me gusta tanto ese hombre, hace que me sienta tan cívicamente confortable, que no me importaría estar en sus manos.

Cuando digo estar en sus manos no es que desee que me opere de la cadera o el menisco, faltaría más. Lo que quiero decir es que no me importaría que un hombre así fuera ministro de mi país, que le confiaran asuntos públicos de relevancia, la Sanidad española por ejemplo. O el desarrollo de la política científica que España necesita. Porque estoy seguro de que una persona con su capacidad y su solvencia, con su aplomo, su sentido de la lógica y su desenvoltura, sería un buen político; o por decirlo mejor, un buen gestor de las cuestiones públicas de verdadera importancia, como la educación, la ciencia y la cultura.

Las dos ruedas de prensa que ha dado este hombre, antes y después de intervenir al rey en la clínica Quirón, han sido un aldabonazo para mucha gente. Hemos descubierto para empezar, con un orgullo profundo, que en la clínica de mayor calidad científica de Estados Unidos teníamos escondido, trabajando y enseñando, a un español de alta cualificación. Pero al mismo tiempo, nos hemos dado cuenta de que se puede ser a la vez importante y sencillo, inteligente y asequible, relevante y humilde. Es decir, todo lo que habitualmente no encontramos ni en la política ni en la vida pública española, incluida la deportiva, la económica y la cultural. Por eso, miles de españoles se han quedado prendados de sus modales y les gustaría asistir a nuevas ruedas de prensa. No porque el rey tenga complicaciones, sino por escuchar más veces el discurso de este señor.
A algunos, incluso, nos gustaría que los periodistas cometieran el inevitable error de plantearle los temas que están sobre la mesa de algunas redacciones y partidos, dispuestos a saltar a la menor oportunidad: ¿Por qué el rey no ha sido operado en un hospital público? ¿Cuánto va a cobrar usted por operarle? ¿Quién va a pagar todo esto?

Escuchar las respuestas solventes y tajantes de Cabanela, oír la lógica aplastante de su peculiar discurso, sería balsámico. Sobre todo si se diera, que no se dará, la oportunidad de que el doctor se enfrentase a las tonterías que estos días pronuncian líderes de la izquierda como Cayo Lara, que andan mezclando la operación del rey en una clínica privada con la necesidad de abordar el debate sobre la República.

Seguro que Cabanela le habría respondido a don Cayo, con la sencillez de su lógica, que incluso los presidentes de las repúblicas más republicanas del mundo tienen caderas que se fracturan. Y hasta le podría haber informado de los magníficos hospitales privados que tienen a su disposición, integrados en sus propias residencias oficiales, presidentes de repúblicas como Estados Unidos, Alemania, Israel o China.

Sí, es seguro que Cabanela, con su desparpajo y su preparación, hubiera contribuido a despejar la maraña de ignorancia que se adueña de un país donde, en ausencia de un periodismo solvente, se vive en la inopia de estas y otras muchas cosas, hasta hacer cundir la especie nebulosa de que una República es un estado perfecto de la materia donde ya no hay crisis económica, toda la sanidad es pública, las caderas no se le fracturan a nadie… y los perros se atan con longanizas.

En ausencia de mi buen doctor Cabanela, ayer mismo se lo dije a un chaval que anda muy encariñado con la ilusión del ideal republicano: pues mira, si en España hubiera república, lo más probable es que fuera presidente de ella, y Jefe del Estado, o Felipe González o José María Aznar. Y los dos, que ya van siendo mayores, tendrían antes o después achaques que habría que curar como hacemos con los del abuelo. ¿Y cómo lo haríamos? Pues como con cualquier otra persona: con las prestaciones de la Seguridad Social, que para eso están.

El joven torció el morrito, cambió de tercio y se puso a jugar con el teléfono.

 

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