Conferencias y conferenciantes

 

 

Finalizado el tiempo de verano, las instituciones se disponen a reanudar sus programas culturales programando toda clase de charlas y conferencias. Cuando a principios de los pasados setenta finalicé mi residencia en Madrid, circulaba por medios de la capital la siguiente chanza: “Si a eso de las siete de la tarde no te dispones a dar una conferencia, ten por seguro que alguien te la dará”.

Eran los tiempos del desarrollismo en todos los órdenes. Desde entonces hemos asistido a centenares de charlas, algunas de las cuales han sido, incluso, elaboradas por quien suscribe. A día de hoy, rara es la semana en la que no recibimos, por lo menos, un par de invitaciones. El movimiento charlista es inabarcable en nuestras ciudades. Bien es verdad que no siempre los temas nos interesan o están de acuerdo con nuestros conocimientos o formación. Sin embargo no podemos dejar de considerar que la sesión a la que acudimos puede abrirnos nuevos horizontes al conocimiento o la cultura. En muchos casos nos une alguna relación amistosa o profesional con el ponente o cierta dependencia con la institución organizadora del evento, por lo que podría resultar difícil, o incómodo, rehusar la invitación.

De esta forma son incontables las horas pasadas ante conferenciantes, a veces con el subsiguiente e inmediato arrepentimiento de haber accedido a escuchar su palabra dejando otras cosas importantes. Como responsable, en ocasiones, de alguno de estos atropellos oratorios, debo hacer examen de conciencia y hace tiempo que me planteé con seriedad ciertas reglas de oro que deben presidir cada una de las disertaciones ante el público, amigo o desconocido.

El auditorio asistente deberá serlo por libre y propia voluntad, esto es, no son admisibles las invitaciones indiscriminadas ni por compromiso social o amistoso. Es fundamental que el oyente esté, inicial y sinceramente, interesado en el tema y posea ciertos conocimientos sobre él. La disertación, nunca leída sino referida de viva voz y con mirada sostenida hacia el auditorio, debe expresarse con sencillez y claridad de concepto, tal como si de una conversación se tratara.

Es fundamental la inserción de anécdotas y sucedidos interesantes que descansen la atención del público y le permitan seguir al conferenciante con relajación y holgura. En la actualidad, contamos con inestimables medios gráficos que ilustran las charlas, aunque teniendo siempre en cuenta que lo que se muestre en pantalla no debe sustituir, bajo ningún concepto, a la palabra del orador, sino iluminarla.

Sabemos que un oyente medio, interesado en el contexto de la charla, retendrá en su memoria, como mucho, un veinticinco por ciento de la información recibida, por lo que no deberá apoyarse en detalles ni florilegios innecesarios que ofusquen la atención. Para el charlista, lo ideal será que conserve el esquema en su memoria y lo vaya desarrollando sencillamente, a su manera, siempre con la mirada puesta selectivamente sobre cada uno de los presentes; para su tranquilidad, deberá concienciarse de que domina plenamente la materia a desarrollar, mentalizado acerca de que ninguno de los asistentes poseerá, del tema, superiores conocimientos a los suyos, en caso contrario deberá considerar la conveniencia de impartirla. De esta manera, conservará el dominio de sí mismo y el pleno control sobre la disertación.

Este es mi pensamiento. Lejos queda la intención de dar consejos acerca de cómo debe comportarse cada orador frente a su público. Sin embargo, sería extraordinariamente útil y agradable, para unos y otros, que quienes tengan intención de actuar en público consideren con seriedad, bajo su propio criterio, toda una serie de detalles condicionantes del éxito o fracaso de su misión.

El tiempo de duración de una charla es algo muy relativo, depende del interés subjetivo de cada oyente. Me ha ocurrido, y no debo ser el único, no poder mantener la atención tras los primeros diez minutos y, en otros casos, parecerme corta una sesión de setenta y cinco. No existe regla, pero es seguro que el conferenciante se dará cuenta, en la contemplación de su auditorio, del interés despertado y reaccionará adecuadamente.

En cuanto a las personas que organizan o programan estos actos culturales, deberían tener muy en cuenta la idoneidad y pertinencia del tema a desarrollar en relación a la identidad del público asistente. Se pensará que el tiempo de los demás es importante y la cultura a impartir es válida, únicamente, para quien esté dispuesto a recibirla y asimilarla gustosamente.

 

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