Jorge Garcia-Gasco Lominchar abogado y colaborador de ValenciaNews

Confidencias personales de un abogado

Para el abogado, el ejercicio de la abogacía, especialmente la abogacía penal, es duro, muy duro. No todo el mundo vale para esta profesión. Hay que lidiar con todo tipo de gente y además es un mundo muy competitivo.

Hago esta reflexión porque hoy me ha llegado una carta desde una lejana prisión en el norte de España escrita por un antiguo cliente, a quien vamos a llamar Bartolo, para preservar su identidad. Fue mi primer caso de asesinato, que defendí con fervor, tanto dentro como fuera de los tribunales, cuando apenas superaba la treintena. Me mandaba recuerdos y me pedía que le mirase si le podía gestionar la obtención de permisos ordinarios de salida. “Chungo lo veo, Bartolo” he pensado para mí…

La cosa es que, leyendo la carta me ha venido a la cabeza la noche que lo conocí. Aquel día estaba en una de mis primeras guardias del Turno de Oficio. Se daba la circunstancia de que esos días Valencia se encontraba en plena celebración de las Fallas, así que, aunque tenía que estar disponible durante toda la noche, había salido de cena con unos amigos. Como la Ley de Murphy nunca falla, sobre las 23:00 PM me llamaron desde la comisaría central de Valencia, concretamente desde el grupo de homicidios, para que asistiera a un detenido. “Caso feo, letrado” me dijo el agente mientras hacía un chasquido con la boca cuando llegué a las oficinas donde se le iba a tomar declaración.

No vamos a entrar en los detalles del caso, por respeto a los familiares de la víctima, pero baste decir que fue un asesinato por estrangulamiento. Como era de esperar, el juzgado de instrucción lo mandó al talego sin fianza, a pesar de lo cual Bartolo me dijo que había quedado muy  satisfecho e impresionado por la vehemencia con la que lo había defendido.

Sin embargo, pasados pocos días, me llegó al despacho lo que en el mundo de la abogacía se llama una “solicitud de venia”; es decir, Bartolo había designado a otro letrado y éste, antes de personarse en el juzgado, debía despachar este trámite de cortesía profesional que consiste básicamente en pedirme permiso para sustituirme en el procedimiento. El abogado en cuestión era uno de los más prestigiosos y veteranos penalistas de Valencia, a quien vamos a llamar Perry Mason para preservar también su identidad.

No voy a negar que ese cambio de abogado me sentó muy mal, entre otras cosas, porque probablemente respondía a que el caso de Bartolo era un asunto muy jugoso desde el punto de vista profesional, ya que los medios de comunicación se habían hecho un gran eco de la noticia y era previsible que saliera en las noticias, periódicos, tertulias, etc…

– Ya se sabe, el pez grande se come al pequeño – me comentó mi compañera de despacho, mientras tomábamos café esa misma mañana.

– Pero no siempre… – le respondí.

Aquella misma tarde me planté en el talego para pedirle explicaciones a Bartolo acerca del cambio de abogado, a lo que me respondió que, claro, Perry era uno “de los grandes”, con mucha experiencia… le dijo que su caso le había llamado mucho la atención y que no le iba a cobrar mucho… que seguro que yo era buen chico pero sin experiencia y que él creía firmemente en su inocencia… bla, bla, bla…

Lo cierto es que no podía culpar al Sr. Mason; al fin y al cabo nuestro negocio se basa en la captación de clientes, por lo que los abogados, como todos los prestadores de servicios, también somos vendedores. No obstante, con lo que Perry no contaba, ni Bartolo tampoco, era con que un servidor no se rinde fácilmente y que quizás era el pez pequeño, pero lleno de espinas. Si quería recuperar al cliente, no podía actuar como un abogado cualquiera, porque para eso ya estaban los demás, pensé mientras el amigo Bartolo me regalaba todas esas explicaciones.

– Mira Bartolo, ese abogado tiene más de 30 años de experiencia y un ejército de 10 o 15 abogados trabajando para él. Eso yo no lo tengo, pero lo tendré…  – le dije mientras le miraba fijamente a través de los barrotes – … Ahora te voy a decir algo que yo SI TENGO y que ese tío no tiene, ni va a tener JAMÁS: las ganas de trabajar y los cojones de un tío de 30 años…

Se lo solté así, sin pensar… empujado más por el instinto que por la razón, porque con un tipo como aquel no iba a ser efectivo entrar en disquisiciones técnico/jurídicas; tenía que hablarle en su idioma. Estoy convencido de que ningún abogado se había dirigido a Bartolo en esos términos porque se me quedó mirando ojiplático durante varios segundos. Aquel tipo de más de 1,85 de altura y 120 kilos, de aspecto desafiante –casi temible- y con el peso de la muerte violenta de una persona a sus espaldas, se había quedado sin palabras al escuchar de su joven abogado semejante “speech”. Tras unos segundos de reflexión me respondió “Vale, defiéndeme tú”.

De este modo recuperé al cliente, así como la atención mediática que conllevaba y que tanto ansiaba nuestro amigo Perry, a quien, por cierto, remití un escrito diciéndole amablemente que no le iba a conceder la venia y pidiéndole –no tan amablemente- que no volviera a acechar a mi cliente.

Y así es como conseguí y defendí con la mayor de las voluntades al amigo Bartolo, mi primer cliente en un caso de asesinato. Y es que la lucha de los abogados no siempre está en los tribunales con la toga puesta; a veces la pelea empieza mucho antes, aunque tengo que decir que mi relación profesional con Bartolo fue un éxito para ambos, pero eso es otra historia…

En fin, cosas que le pasan a uno…

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