El día que los catalanes se volvieron locos

Cuando lo pienso bien, es decir, fríamente, siento lástima por todos esos catalanes que se han creído a pies juntillas los cuentos de la lechera de la independencia y se dejan arrastrar por una loca fantasía con inmadurez impropia de gente adulta.  Es verdad que no todo es ingenuidad y candidez, pues hay un rencor de fondo que alimenta la quimera, como si la hostilidad hacia España sirviera para dar salida a frustraciones que otros, con más sentido,  tratan de solventar sin romper el tablero de la convivencia. 
No se debería trivializar un asunto tan grave como es la ruptura de una nación que ha permanecido unida a través de los siglos y las vicisitudes, con todas las sub-rupturas que conllevaría. Pero por mucho que deseemos más responsabilidad, más conciencia y más seriedad, no podemos elegir a nuestros conciudadanos. Con estos bueyes hay que arar. Aunque no todos los nacionalismos son iguales, ni deben confundirse con el patriotismo, en su expresión más desaforada siempre causan daños al espíritu humano. 

Claro que por mucho que compadezca a los incautos, siento más conmiseración, y mucha más cercanía, por los catalanes que tienen los pies en el suelo y han de vivir en el ambiente que crean los otros sin que se note demasiado que están en contra. Porque una vez que el rebaño humano se embriaga de mesianismo político es muy agresivo, antes que nada,  con sus ovejas negras.

Una atmósfera  cargada de excitación sentimental, de altisonancias y banderas, es tan difícil de soportar para el que está sobrio  como esas orgías juveniles en las que se compite por hacer la mayor cafrada y se acosa al único que se niega a romperse la crisma con el resto de la panda. No es que en Cataluña no se pueda andar por la calle salvo con la “estelada” tatuada en la frente, pero en un sentido amplio y metafórico es como si lo fuera. 

Estar contra la independencia  significa estar contra la corriente y a muchos les resulta menos costoso dejarse llevar. Por eso no es nada extraño que haya, como dicen los sondeos, una amplísima mayoría de catalanes favorable a que se haga una consulta. Al que esté contra la secesión, esa opción le permite situarse en tierra neutral. A lo cual se añade la apariencia democrática del asunto. Apariencia engañosa, desde luego,  porque ¿cómo va ser democrático que una parte de España decida cómo ha de ser España? 

Después de que Artur Mas y sus peculiares compañeros de viaje fijaron fecha y pregunta para un referéndum del todo ilegal, todo el mundo se lanzó a especular acerca de qué sucederá el 9 de noviembre de 2014. Sin embargo, es mucho más importante  lo que ocurra antes de que llegue la fecha marcada. Marcada también como las cartas de los tahúres, y tan marcada y tramposa como la redacción de la doble pregunta. 

Ahora bien,  lo esencial es que ese tiempo que Mas ha creído ganar para sí mismo, sea un tiempo que ganen cuantos se oponen a la fractura. Véase como una oportunidad. Nada se puede hacer por los fanatizados,  pero al resto hay que mostrarles la realidad que tanto tergiversan y ocultan los secesionistas. Si  al cabo de treinta años de intensa pedagogía del odio,  la mitad de los catalanes no quieren separarse de  España, es que esa batalla no está perdida. 
 

 

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