El Palau y la F1 como símbolos del final de una época

Lo que más se le cuestionó a Eduardo Zaplana durante su etapa en el Palau de la Generalitat es la autenticidad de sus sentimientos valencianos, no digamos valencianistas. Una vez intentada sin éxito su implicación en asuntos turbios (incluso atribuyéndole la frase ajena de que estaba en política para forrarse), sus enemigos tiraron por ahí, por la imposible valencianía de un cartagenero.

Él, sin embargo, puso a la Comunidad en el mapa nacional de la “España de las oportunidades” de Aznar, superado el tsunami sevillista que bajo la égida del andaluz Felipe González hubo de soportar el socialista Joan Lerma. Pero Zaplana sólo traspasaba fronteras con Consuelo Císcar (cultura) y Pilar Mateo (cooperación). Ellas dos hacían sonar de nuevo ­tras los ya lejanos tiempos de Mario Kempes­ el nombre de Valencia fuera de España.

Francisco Camps, uncido por el cartagenero “porque ahora tiene que venir uno de Valencia”, quiso pasar de ser su delfín al de Jaume I, proponiéndose poner a la Comunidad en el mapa internacional porque estaba harto de “ver en la televisión cosas que aquí nunca pasaban”. Para ello sus dos grandes metas fueron conseguir una prueba de Fórmula 1 y muchas primeras figuras para el teatro valenciano de la ópera, el Palau de les Arts.

Y sí, por ambas cosas se nos ha conocido fuera. Lo que pasa es que ahora esos proyectos, con el paso de los años y la crisis, se encuentran bajo sospecha judicial. Como lo han estado o lo están Pedro Hernández Mateo, Carlos Fabra, Luis Díaz Alperi, Juan Cotino, Rafael Blasco, Milagrosa Martínez, y casi todos los primeros espadas en los que Camps se apoyó para acabar con la presencia de Zaplana en la Comunidad. Es lo que tiene estar desesperado. O creerse muy esperado, a lo Fernando VII, y ser muy confiado. Alberto Fabra heredó casi todo eso. Los nombres propios ha conseguido que estén ya fuera del foco político.

Respecto de la Fórmula 1, con sus audiencias millonarias en las teles de todo el mundo, no podía dejar que fuera al altavoz por el que todo el mundo se enterara de que la Comunidad no iba a poder organizar una prueba deportiva a la que se había comprometido. Ademas de lo que hubiera supuesto como lastre económico la millonaria e ineludible penalización a la que la Generalitat se hubiera visto abocada.

Y sobre el Palau de les Arts parece claro que no se había de dejar que fuera el altavoz por el que el orbe de la cultura elitista con IVA o sin IVA se enterara de que aquí bufem en caldo gelat.

Por eso seguramente no pudo ­salvo mejor opinión judicial­ sino comprar Valmor y destituir a Helga Schmidt. Lo que no quita para que se depuren las responsabilidades a que haya lugar a quien corresponda.

Porque no se entiende ­sin pensar mal y quizá acertar­ que una empresa privada, encargada de organizar las competiciones automovilísticas, dependa hasta su ulterior compra de dos empresas públicas (Circuit del Motor y SPTCV) para cumplir con su cometido. Ni que una gerente pública tenga una empresa privada para buscar los patrocinios que antes perseguía un departamento también público desmantelado por ella. Dos escándalos en toda regla.

Una cosa es gastar en consonancia con el nivel en el que uno quiere moverse (el que quiera peces ha de mojarse el culo) buscando una rentabilidad económico­social, y otra desviar de sus fines ­o derrochar sin control­ dinero público.

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