Jorge Garcia-Gasco Lominchar abogado y colaborador de ValenciaNews - LA MANADA NO, LA HORDA

EL PLAN PERFECTO

El otro día me estaba acordando de una leyenda urbana que contaban hace unos años en mi pueblo, acerca de un “encontronazo” de un mozo del lugar, a quien vamos a llamar Robustiano, con dos maleantes, una noche durante la vendimia.

La cosa es que Robustiano, que en aquella época debía contar con unos 40 años, 130 Kilos de humanidad y unas manos como palas de excavadora, repletas de callos forjados en el duro campo manchego, volvía a su casa una noche a finales de Septiembre, después de dar cuenta de unos pocos “gintonics” en el bar de su cuñado Ambrosio. No podía recogerse muy tarde porque a las 06.00 A.M. tenía poner en marcha a su cuadrilla para salir a coger uva al campo y el tiempo amenazaba con lluvias, aunque eso no era un problema para él, podía echarse al buche 5 o 6 copas y volverse a casa tan campante.

Durante el camino a casa, inmerso en sus pensamientos propios de un responsable hombre de campo -la uva no estaba dando el grado que tendría que dar, a ver si el tiempo no se estropea, los jornaleros se dejan las cepas a medias de vendimiar, etc, etc,- no se percató de que dos maleantes –probablemente temporeros forasteros- con los que había tenido un pequeño intercambio de impresiones en el bar, le seguían, pala en mano, con el fin de resolver sus diferencias lejos de las miradas delatoras. Al pasar por una zona con poca iluminación, se le acercaron por detrás y le asestaron un tremendo palazo en la cabeza con el fin de dejarlo inconsciente y así poder tenerlo a su merced. Tan fuerte fue el golpe que rompieron el astil de la pala, produciendo un enorme estruendo, como una campanada.

Ambos malhechores, seguramente ignorantes de la naturaleza granítica de Robustiano, se las dieron muy felices pensando que el hombre iba a caer redondo al suelo; pero nada más lejos de la realidad. Subestimaron torpemente el blindaje craneal de aquel manchego, que era  más duro que la llanta de un tractor. En lugar de caer al suelo, el tipo se echó las manos a la cabeza, encogido de hombros, maldiciendo y dando grandes voces, ante la estupefacción absoluta de los dos infelices. Y digo infelices porque los pobres pasaron tener un plan perfecto, sin fisuras,  a relajar los esfínteres delante de esos 130 kilos de agricultor encabronado, con brazos como grúas y unas manos que parecía que llevaba guantes baseball, que se dirigía a ellos con claras intenciones de zanjar, de una vez por todas, la “conversación” que habían tenido en el bar un par de horas antes. “Venid, hermosos, venid, que no os voy a pegar…” les decía mientras se arremangaba.

Sólo diré que ninguno de los dos mandundos fue a trabajar al día siguiente; ni al siguiente, ni ningún otro más en toda la vendimia, lo que por otro lado, le buscó a Robustiano un problema con el jefe de los dos pobres jornaleros, que terminaron la temporada en un hospital tratando de arreglar el estropicio que aquel buen hombre había hecho con ellos.

 

En fin, historias de los pueblos…

 

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