Francisco

Todavía no lleva seis meses en la sede de San Pedro; pero el Papa Francisco se ha convertido ya en un personaje de repercusión universal que genera admiración e interés a partes iguales. Su viaje a Brasil para la Jornada Mundial de la Juventud ha sido la plataforma de comunicación que le ha lanzado al primer plano universal como un líder espiritual respetado, y sobre todo creíble, en las reformas que propone para la Iglesia.

Si comunicar bien, generar simpatía, “caer bien”, es muy difícil, hacerlo de una forma universal, conseguir que esos valores y virtudes penetren por igual en la mentalidad y formación cultural de un mejicano, un francés, un vietnamita y un congoleño se me antoja una tarea imposible. Francisco, sin embargo, a través de su forma de comprender el mundo, de sus modales y forma de hablar, a través de la manera natural de expresarse y dar la explicación doctrinal del cristianismo, ha encontrado un modelo universal de aceptación que se ha iompuesto en muy pocas semanas.

Y que, como mínimo, genera adhesión y respeto entre quienes ven, a través de sus ojos y su mirada, más allá de su naturalidad y su acento porteño, el talante de un gestor de parroquia acostumbrado a enfrentarse, sobre todo, a conflictos de honda intensidad humana.

Durante el pasado fin de semana he tenido la ocasión de hablar con un sacerdote sobre la figura, el pensamiento, los modales y el quehacer espiritual y humano del Papa. En cuanto le hice la primera pregunta, el religioso mostró su humana alegría, una satisfacción que me atrevo a interpretar como la de esa plenitud de quien habla feliz de su “empresa”, de su proyecto vital. A sabiendas de que, al fin, ha encontrado un buen dirigente, un líder en el que confiar y con el que vale la pena “trabajar”. Por la sencilla razón de que si bien el “proyecto” llamado Iglesia excede mil veces lo que uno y otro puedan llegar nunca a realizar, sentir que hay un intérprete adecuado para las necesidades de este tiempo es una pieza imprescindible para enfocar, de entrada, las energías de todos los que están implicados en la tarea colectiva.

El sacerdote al que presgunté se manifestó mucho más feliz e implicado que nunca le había visto hasta la fecha con Juan Pablo II y con Benedicto XVI. Y se congratuló, de entrada, por la sagacidad de un hombre que ha canonizado a la vez a Juan Pablo II y Juan XXIII, señal inequívoca, dentro de la Iglesia, de por dónde van las directrices.

Un periodista italiano, especializado en temas vaticanistas, definió ayer a Francisco como “el párroco universal” que al fin ha encontrado la Iglesia. Su forma de pedir que haya “lío en las diócesis”, esa forma nueva de estimular para que las aguas de lo convencional nunca se estanquen; su forma directa de pedir a los obispos que sean “gente alegre”, su alusión a los “cristianos almidonados”, la sencillez con la que no se ha atrevido a condenar la homosexualidad, son fórmulas de comunicación que van directamente al entendimiento de las gentes sencillas. Envueltas, desde luego, en ese mensaje general, global, persistente y ritual, que lleva a los cristianos a la búsqueda de de una Iglesia por y para los pobres; de una Iglesia sencilla, sin afectación, natural y austera, que se vuelca en la tarea básica de atender y ocuparse del “otro”.

Todo eso, claro, en el contexto, ya consabido, de una compleja pugna contra los aburguesamientos, la esclerotización y los intereses creados de la Curia, configuran un personaje de gran atracción informativa, capaz de general fuertes simpatías en el mundo común, tanto creyente como no. Del mismo modo que despierta el deseo de que esa misión que se vislumbra tras los cristales de sus lentes, termine por triunfar, en tanto en cuanto el observador entiende, como mínimo, que de ello solo se pueden deducir cosas buenas para todos.

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