¿Hay inflación de títulos universitarios?

En los años sesenta y setenta, muchas familias de la nueva clase media española se pudieron permitir, por fin, enviar a sus hijos a la Universidad. Padres que apenas habían podido estudiar consiguieron, así, con no poco trabajo y sacrificio, que sus retoños accedieran a un nivel de formación con el que ellos ni siquiera habían soñado. Estudiar, y más en la Universidad, sólo había estado al alcance de una minoría.

El propósito de aquellas familias era muy comprensible y loable. Un título universitario abría la puerta a bienes tales como un trabajo mejor, un nivel de vida superior y  reconocimiento social. Tener un hijo universitario era un orgullo para unas familias que  habían decidido invertir mucho en educación. No un orgullo envanecido,  sino la satisfacción por que los hijos superasen una larga y difícil prueba que requiere  de cualidades específicas y de un gran esfuerzo sostenido.

Insisto en el esfuerzo que implica el estudio,  por lo infravalorado que está  hoy en día. Hay quien cree, quizá porque nunca estudió en serio, que es lo más fácil del mundo y que el estudiante disfruta de una vida regalada. Pónganse a estudiar y ya verán. Aunque también contribuye a ese menosprecio el hecho de  que el sistema educativo español haya ido rebajando el listón de la exigencia. Cuando en nombre de la igualdad, o para evitarse líos, se aprueba a alumnos que no lo merecen, se hace un flaco favor  al valor del título,  al propio alumno y a la sociedad.

En la época de la que hablaba, las familias deseaban que los niños  estudiaran una carrera, pero también tenían muy claro que no todos disponían de las cualidades adecuadas. Yo he oído cientos de veces en mi infancia cómo los adultos decían que Juanito, Pedrito o Blanquita “no valen para estudiar”. Pegar los codos a la mesa y concentrarse en los libros no se les daba bien y había que buscarles otra salida.  Si alguien dijera hoy algo parecido, ¡uf!,  igual le tachan de elitista o clasista.  Pero tenían razón nuestros padres: no todo el mundo  vale para estudiar, como no todo el mundo vale para ser artista.

A medida que se eliminaron filtros de selección, la “masificación universitaria” fue a más y apareció el problema de la inflación de títulos. Si vamos a  los datos del último informe de la OCDE, “Education at a glance 2013”,  en España tenemos un 32 por ciento de personas, entre 25 y 64 años, con títulos superiores. Menos que Estados Unidos, Reino Unido, Finlandia o Noruega. Pero más que, ¡atención!,  Alemania (28%),  Francia (30%) o Italia (15%).

Con ese 32 por ciento estamos en el promedio de la OCDE, así que parece desmentido  que hay una inflación de  títulos. Pero veamos otro aspecto de la cuestión. Cuando el número de licenciados rebasa cierto umbral, habrá cada vez más personas que quieran serlo. Porque carecer de una  licenciatura, cuando  la tiene ya tanta gente,  no es la mejor carta de presentación para un trabajo.  El economista coreano Ha-Joon Chang, profesor en Cambridge, ha comparado este fenómeno con lo que sucede en un teatro cuando unos espectadores se ponen de pie para ver mejor el escenario. Si más y más espectadores se levantan,  acabarán por levantarse todos. El resultado es que “nadie ve el escenario mejor que antes, pero todos están más incómodos”.

En España, como en otros países que sucumbieron a esa dinámica, está ocurriendo exactamente eso. La licenciatura tiende a  convertirse en un requisito mínimo, como antaño el Bachillerato, y la única manera de diferenciarse respecto de la “masa” de licenciados es hacer masters o doctorados. Ese proceso,  unido a la rebaja de la exigencia, la nota y el nivel, conduce a la devaluación del título de licenciado. 

En fin, de los estupendos propósitos de aquellas familias que querían progresar, llegamos a una situación en la que ser universitario ni significa gran cosa ni garantiza el progreso. Es más, no pocos estudiantes habrán perdido el tiempo y malgastado su esfuerzo. Así que habrá que darle la vuelta, poco a poco, a esa tendencia. Y una de las vías es mejorar las alternativas a la titulación universitaria y prestigiarlas, porque la formación profesional ha quedado como la opción para aquellos, pobrecitos, que no pueden hacer otra cosa.

Antes veíamos que Alemania dispone de menos licenciados que nosotros. Uno de los motivos es que allí, la formación profesional no lleva estigma ni se asocia con los fracasados. Siempre pongo el ejemplo de un matrimonio alemán, padres de unos amigos. El señor es abogado y la señora médico. Me dijeron que no habían presionado a sus hijos para que fueran a la Universidad. Uno  era carpintero,  el otro lutier y la hija, enfermera. Y tan contentos.

Por lo demás, no olvidemos que nuestro gran problema educativo está en la parte media del sistema educativo. Porque casi la mitad de la población, un 46 por ciento, en el informe de la OCDE,  se queda con la enseñanza primaria, si es que la completa. Es ahí donde dejamos de parecernos a los países europeos y nos asemejamos a los países en vías de desarrollo.

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