Jorge Garcia-Gasco Lominchar abogado y colaborador de ValenciaNews

La Codicia, a falta de una palabra mejor es… buena?

«La cuestión es que la codicia, a falta de una palabra mejor, es buena; es necesaria y funciona. La codicia clarifica y capta la esencia del espíritu de evolución. La codicia en todas sus formas: la codicia de vivir, de saber, de amor, de dinero; es lo que ha marcado la vida de la humanidad.»

Los más cinéfilos recordarán esta frase. Esta cuestión era núcleo de uno de los discursos más famosos de la historia del cine, pronunciado por el villano y magnate de las finanzas Gordon Gekko en la película de Oliver Stone “Wall Street”.

Bueno, podría entenderse que la codicia, entendida como ambición de superación inherente al ser humano, es razonable, incluso sana, siempre dentro de unos límites.

La duda surge cuando detrás de esa pretendida codicia sana se esconde un afán desmedido y psicopático de dinero y poder al calor una legislación pretendidamente laxa y permisiva. Hemos asistido estos últimos años a no pocos ejemplos de ello, descubriendo la obscenidad con la que determinadas entidades y corporaciones han amasado, como hiciera el Sr. Gekko en la ficción, inmensas fortunas a costa del empobrecimiento general de la sociedad con la anuencia en muchos casos de los poderes públicos: participaciones preferentes, obligaciones subordinadas, acciones, clausulas bancarias abusivas, etc, etc.

Pero, a pesar de esta larga retahíla de perversiones financieras, todavía no hemos contemplado la mayor de todas; la que puede hacer reventar totalmente el sistema: la titulización de las hipotecas. Quédense con este concepto, porque lamentablemente va a dar mucho de qué hablar en los próximos tiempos.

La titulización hipotecaria puede definirse, grosso modo, como una cesión –a cambio de un precio, claro está- por parte de las entidades bancarias de sus derechos de crédito sobre los préstamos con garantías hipotecarias que ha concedido. Mediante esta operación, la entidad bancaria convierte un activo ilíquido en un instrumento para obtener financiación, eliminando de este modo el riesgo de impago del préstamo y traspasándolo a un tercero, mediante un mecanismo de titulación de los créditos para luego ser comercializados en los mercados de renta fija a través de sociedades gestoras que ellas mismas crean mediante la venta de participaciones hipotecarias (bonos hipotecarios). Esta operativa se realiza de manera cíclica y mecánica, de modo que con una mano el banco va firmando hipotecas y con la otra las va vendiendo. Mediante este sistema se han estado cediendo los derechos de miles y miles de hipotecas en España durante los últimos 15 años. De este modo, la entidad obtiene la liquidez necesaria para poder seguir llevando a cabo esta operativa indefinidamente.

Cierto es que este negocio no es ilícito aunque está interesadamente regulado en nuestro ordenamiento, ya que curiosamente la Ley exime a la entidad de informar la cesión al hipotecado, así como de inscribir dicha cesión en el Registro de la Propiedad, de modo que éste ni siquiera se entera de que el banco ha cedido su crédito a otro. Aparte de esta opacidad legalmente calculada, que cuando menos es éticamente discutible, el auténtico reverso tenebroso de este negocio aflora cuando el hipotecado deja de pagar su préstamo.

En ese caso, amparada por la aparente legalidad que le otorga la escritura pública de constitución de hipoteca, así como el Registro de la Propiedad, la entidad bancaria con la que el deudor firmó en su día interpone una demanda de ejecución hipotecaria que generalmente acaba con la adjudicación de la vivienda en favor de la entidad, además de generar una deuda al hipotecado que no podrá pagar en toda su vida, convirtiéndolo de paso en un proscrito financiero. Sin embargo, si la hipoteca ha sido titulizada (cedida/transmitida) por parte de la entidad, ésta pierde la legitimación para poder reclamar; y aquí está el meollo de la cuestión. El negocio es diabólicamente redondo: La entidad bancaria cede, previo suculento pago, el préstamo a un tercero, pero le ejecuta la hipoteca al deudor como si todavía fuera suya, generándole por el camino una deuda impagable y encima se quedándose con su casa, que luego vende al mejor postor.

Esta trampa jurídica y financiera ha sido ya detectada por unos pocos abogados y puesta en conocimiento de los correspondientes juzgados, algunos de los cuales han resuelto, efectivamente, que la cesión del crédito comporta la pérdida de la legitimación del banco para reclamar, de modo que están desestimando dichas demandas y sobreseyendo las ejecuciones e incluso decretando la nulidad de las ejecuciones hipotecarias ya iniciadas, con todo lo que eso conlleva en el caso de que la vivienda haya sido ya vendida a un tercero de buena fe. Juzgados como primera instancia en Fuenlabrada, Gijón, Málaga y Picassent, entre algunos otros, están fallando en contra de las entidades bancarias debido a la pérdida del derecho a reclamar de las entidades que hayan vendido sus derechos hipotecarios.

No hace falta ser muy avispado para darse cuenta del tamaño del problema, a tenor de los números: Unas 600.000 hipotecas ejecutadas en España en los últimos años 10 años con un valor medio de 100.000 Euros. Claro está que no todas estarán titulizadas y algunas de ellas (las menos) han terminado con una dación en pago, pero aún así, las cifras resultantes dan vértigo. En realidad, dan algo más que vértigo. Da miedo. No sólo da miedo por el agujero que puede haber detrás de todo esto, también da miedo pensar que haya sido la codicia, la codicia sin límites, sin escrúpulos, la que haya producido toda esta espiral abusos, engaños y fraude a los ciudadanos de este país. De todos modos, da la impresión de que no hay nada nuevo bajo el Sol.

No sé si el Sr. Gekko pensaba en este tipo de codicia al pronunciar su célebre discurso, pero este comportamiento, esta actitud, esta manera destructiva de hacer negocios a costa de lo que sea y de quien sea, es lo que ha hecho tambalear nuestra sociedad, incluso nuestra civilización. Por eso, Sr. Gekko, quizás la cuestión sea que la codicia, a falta de una palabra mejor, es peligrosa, y la codicia sin escrúpulos es un auténtico arma de destrucción masiva.

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