La última curva del camino

No hay tragedias inimaginables. Lo son porque podemos imaginarlas. Estar en la vida apacible de un tren y, en unos segundos, quedarse sin vida. Cómo no imaginarlo hasta el punto en que preferimos no hacerlo. Siete días antes, yo misma iba en ese tren. En otra composición del Alvia que sale de la madrileña estación de Chamartín a las tres de la tarde. Un tren que en verano lleva una hilera de vagones que parece interminable y que al llegar a Orense se divide. Unos siguen hacia Vigo y Pontevedra y otros hacia Santiago, Ferrol y Coruña. Fueron éstos los que descarrilaron a tres kilómetros de la estación compostelana.

Este Alvia no es un tren de alta velocidad, pero puede usar los tramos donde ya hay vías para ella. Fruto de la ingeniería de Talgo y Bombardier y la división industrial de Renfe, es un híbrido flexible, capaz de adaptarse, entre otras cosas, a los distintos tipos de vía. Su entrada en servicio, hace un año, ha supuesto un notable adelanto para la conexión ferroviaria entre Madrid y Galicia. Ya se puede hacer el recorrido en un tiempo soportable. Antaño era un viaje a la antigua usanza, de los que sirven para ejercitar la paciencia o cuando éramos más habladores, para hacer amistades que terminaban al llegar a la estación de destino.

Bajo el impacto del accidente, se discute la seguridad de esos trenes y esas vías. Las más de las veces, sin información precisa ni preparación técnica. Igual que sucedió tras otras desgracias, como el accidente del avión de Spanair o el del Metro de Valencia, se buscan causas y culpables con una prisa loca. Una caza en la que sobresalen medios sensacionalistas y prensa con pretensiones de seriedad y vocación de tabloide.

Antes aún de que las investigaciones echen a andar, se dictan apresuradas e interesadas sentencias. Unos acusan en firme al maquinista, que a su vez es exonerado, cómo no, por los sindicatos correspondientes. Yo no creo que un hombre de cincuenta años, de familia ferroviaria y de Monforte, la tierra más ferroviaria de Galicia, se ponga a hacer carreras con un tren. Pero pudo cometer un error. Otros, qué sorpresa, culpan al Gobierno y toman por racanería inversora que en aquel tramo no hubiera tal o cual sistema. Incluso hay quienes consideran que en el trazado ferroviario, ¡y en Galicia!, no debería haber curvas.

Yo tengo tanto o más interés que cualquiera por saber cuál o cuáles fueron las causas, pero me esperaré. Esperaré a que la comisión técnica y el juez desenreden la madeja de datos. La histeria post-catástrofe, tan recurrente entre nosotros, es lamentable. Contrasta, hay que decirlo, con la sangre fría que demostraron los vecinos de Angrois, los bomberos, la policía, los médicos, el personal sanitario y los servicios de emergencia. Todo cuanto se podía hacer, lo hicieron. Como trabajaron de forma impecable los que pusieron de nuevo en condiciones las vías.

En ese afán por designar culpables, hay un subtexto: la idea de que el accidente se podía haber evitado. Es, en el fondo, una negación de la posibilidad del accidente y por ello preocupante. Porque el accidente estará siempre ahí, esperando su momento, esa constelación negativa que forma la confluencia de fallos diversos. Hemos logrado arrinconar el riesgo, pero no hay coraza que garantice la seguridad al cien por cien. Y si no es cosa de recordarlo cada vez que subimos a un coche, a un tren o un avión, tampoco puede olvidarse. Hay accidentes y los habrá. Hemos de vivir con ello. Es más, no se hallará en muchos casos a ese culpable perfecto, ese causante a la medida, que tanto se busca.

La catástrofe nos expulsa a un mundo irreconocible. Uno que despojado de las redes de seguridad que vamos tejiendo, nos devuelve a la frágil condición de la que tratamos de escapar. Y bien que hacemos escapando. La civilización, a fin de cuentas, es un cuerpo a cuerpo contra la muerte. Sabemos que tenemos perdida la batalla final, pero hacemos lo posible para que no nos coja a traición en una curva. Y, sin embargo, a veces, allí está. Fatalmente, en la última.

 

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