La virtud de la meritocracia

Oigo hablar mal de la meritocracia. Voy al diccionario y veo que es una forma de gobierno basada en el mérito de los que gobiernan.

O sea, que se elige para gobernar a los que tengan mérito. O sea, a los que sepan de algo y hayan demostrado que en ese algo lo hacían bien.

Y, como consecuencia, se les ha dado un encargo: gestionar la cosa pública, administrar nuestros dineros, marcar un camino por el que llevar la nación hacia unos objetivos que esa persona considere convenientes, en función de su diagnóstico de la situación actual y de los medios que, dentro de esa situación actual, sea capaz de utilizar y conseguir.

Esa persona, elegida por sus méritos, tiene una ideología, como es natural. Porque sí no, sería una máquina, con mérito, pero máquina. Y tiene un comportamiento correcto. Lo ha tenido durante toda su vida, y ese ha sido uno de los componentes de lo que hemos llamado «mérito». Ha sido una persona que ha intentado trabajar con eficacia, respetando a las personas. Por eso, algunas ideologías no son respetables. Una ideología que desprecia a la persona no es admisible en alguien que va a gobernar, porque, lógicamente, en los demás no verá más que escalones para subir o manada de ignorantes a los que seducir con todo tipo de engaños.

Una vez metido en lo del mérito, yo incluiría tener una vida ejemplar, ser alguien de quien los chavales puedan decir «yo quiero ser así de mayor».

Me gustaría que esta persona se responsabilizase de formar un buen equipo, basado en el mérito, no en pago de favores al que le votó. Es decir, mí intención es que la meritocracia empape toda la pirámide jerárquica, cursilada con la que intento decir que, en el gobierno de una nación, de una comunidad autónoma o de un club de fútbol, haya personas de las que te puedas fiar y de las que, en vez de pensar «qué andará buscando este» podamos decir: «mucho mérito tendrá este para ocupar ese puesto».

Me gustaría que esa persona fuera un fabricante de líderes, basados en el mérito, porque eso enriquece a la sociedad y evita que la gente tenga que hacer rogativas cuando el que manda coge un resfriado, pidiendo a todos los santos que cure a ese porque detrás de él, no queda nadie ni nada, como el caballo de Atila, que no dejaba títere con cabeza cuando salía a dar una vuelta.

¿Os imagináis lo que pasaría en España si hiciéramos el mérito-test?

Algún senador desaparecería. Algún presidente de algo desaparecería. Quizá nos quedaríamos con pocos. Igual eso servía para darnos cuenta de que el puesto que ocupaba aquella persona era un puesto inventado, que no hacía ninguna falta.

Me encanta la meritocracia. Y cuando oigo a un mozo que vivió en la Moncloa durante unos años contraponer meritocracia a democracia, pienso que este chico sigue sin acertar con la portería y que, seguramente, él es una muy buena demostración de que la democracia de verdad EXIGE la meritocracia.

Porque si para contratar una empleada del hogar pedimos informes y le hacemos un mérito-test (cómo limpia la casa, como hace un huevo frito, cómo pone el lavavajillas…), ¿por qué no lo vamos a hacer cuando contratamos a alguien para que nos lleve la nación adelante?

He titulado el artículo «La virtud de la meritocracia». En sentido estricto, no es una virtud, o sea, «hábito de obrar bien». Pero es que lo otro, el nombramiento como concejal de distrito de alguien porque se apuntó a las Juventudes de mí partido hace años y ahora ya ha cumplido los 50 sin hacer nada más en la vida, es claramente un vicio.

Y contra vicio, virtud.

O sea, que mantengo el título.

Leopoldo Abadía

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