Letra obscena y música disonante

Como no soy político, no me siento en la ridícula posición de alabar decisiones tomadas por gobiernos, para después criticarlas, bien directamente, atacando tales decisiones, bien proponiendo y ensalzando medidas, de suyo contradictorias con aquellas motivo de alabanza.

La reunión de ministros de la Unión Europea, que hace un par de días tuvo lugar en el Palacio de la Moncloa, y que se ha presentado como un canto a la fraternidad y coherencia de principios, entre los asistentes, no ha tenido que gustar a alguno de los asistentes.

Los solistas que destacaron en el concierto europeo fueron, principalmente, el Viceprimer Ministro de Portugal, y el responsable de las Administraciones Públicas del Reino Unido. Ambas intervenciones, dignas de ser destacadas, versaron sobre la reforma de las Administraciones Públicas, materia en la que está trabajando el Gobierno español –al menos eso se nos ha dicho–.

Hablando sin restricciones ideológicas, es decir pensando en el bien común, parece lógico aceptar que entre las actividades del sector público, financiadas con recursos públicos, muchas son indiscutiblemente apreciadas como necesarias por la población, es decir, cooperantes en el bien común, mientras que otras, o bien son desconocidas –con lo que su apreciación por la comunidad es nula– o bien, siendo conocidas, son abiertamente rechazadas por su inutilidad y, en no pocos casos, por ser negativas para el desarrollo de la vida en común.

Sólo una arrogancia extrema, es capaz de afirmar que todo lo que se hace desde el sector público colabora al bien común, añadiendo utilidad –tanto material como inmaterial– a la que tiene su origen en las actividades del sector privado.

La primera conclusión, a modo de síntesis, de las intervenciones de ambos mandatarios –portugués y británico–, es que no puede afrontarse una reforma de las Administraciones Públicas, sin una reflexión, fuera de intereses políticos, ideológicos o simplemente de partido, acerca de las actividades necesarias para mejorar el bien de la comunidad, y aquellas que son estériles, ridículas, incluso nocivas, para dicho objetivo. No olvidemos que cualquier actividad pública, añada o no utilidad al sector privado, origina siempre un sacrificio de éste último que, consciente o inconscientemente, aspira a que el pago del impuesto se vea compensado por el bienestar que obtendrá del gasto público.

Con ello, la primera tarea ante una reforma de las Administraciones Públicas, es eliminar aquellas actividades inútiles para la comunidad y, después, mejorar la eficiencia de las actividades necesarias para que la misma prestación se haga con menor sacrificio de los contribuyentes.

Con ello, con menos recursos se haría todo lo que colabora al bien común, y además colaboraría a disminuir el mal que sufre la colectividad –presente y sobre todo futura– con la deuda pública. En resumen, renunciar a subir impuestos y optar por reducir el gasto público. Lo otro es atender a ideologías perversas, cuyo objetivo no coincide con el de la sociedad.

José T. Raga

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