Los españoles no somos corruptos, los políticos sí

La secretaria general del PP, María Dolores Cospedal, aseguraba no hace mucho que «la corrupción no es patrimonio de nadie porque lamentablemente es de todos».  Y añadía otra perla de su inteligencia pura al rosario de dislates al que nos tiene acostumbrados al aseverar que “ahora que está tan de moda decir que los políticos somos la inmundicia, la realidad es que la corrupción que puede haber en la política la hay en la sociedad.”

Pues no, Señora Cospedal. Efectivamente hay corrupción en la política, en los partidos políticos, en las cúpulas directivas de la grandes empresas y de las finanzas, pero España NO es un país corrupto.

Que hay corrupción entre Ustedes es irrebatible. Déjeme que le recuerde el Caso Naseiro, Filesa, Juan Guerra, Mario Conde, Caso Malaya, Caso Marbella, Caso Botín, la Gürtel, Caso Palau, Palma Arena, Caso Nóos, Fraude EREs, Bárcenas, Caso Brugal, Caso Pretoria, Caso Pujol, Tarjetas Black, Caso Rato, Caso Blasco, Caso Imelsa, Caso Taula… y se me olvidan muchos otros, por mor de mi memoria piadosa.

Dejando a un lado la corrupción política vinculada sobre todo a los grandes partidos y a las acémilas que en sus pesebres apacientan, los españoles no somos corruptos. No hay riesgo de que la policía o el ejercito nos amedrante y nos pare en la calle para sacarnos los cuartos; no tenemos que sobornar a médicos para que nos atiendan, a jueces para que inclinen la balanza a nuestro favor ni a funcionarios para que agilicen nuestras gestiones administrativas.

Lo que tenemos en España es simple y llanamente corrupción de altos vuelos. Un tejemaneje que se llevan entre las grandes empresas y muchos políticos -no todos- para obtener contratos públicos los unos y beneficios los otros.

Lo nuestro es un problema grave de corrupción política a causa de la debilidades institucionales, de los nombramientos de libre designación para los puestos de funcionarios, de la llegada al ejecutivo de tipos que “vienen para forrarse”, a la actitud de algunos dirigentes políticos, jueces y empresarios, restos de la antigua servidumbre ante las clases acomodadas del franquismo.

Los españoles no tenemos más querencia por la corrupción que cualquier otra sociedad, aunque sí cierta inclinación a la picaresca y un cierto servilismo de clase respecto a la ética de doble rasero que han ejercido las élites. La atávica desconfianza de los españoles ante las instituciones, un peculiar casticismo con regusto en la mixtificación de arquetipos como el Lazarillo, el EmpecinadoCurro Jiménez que reaccionan ante el nada ejemplarizante comportamiento de los gobernantes y de su impunidad, contribuyen a explicar nuestra laxa condescendencia respecto a la economía sumergida o la permisividad ante el impago de impuestos.

Y lo paradójico del caso es que esta permisividad, fruto de nuestro bagaje cultural, de esta idiosincrasia tan a lo Quijote,  convive con un idealismo peculiar respecto a las cuestiones políticas, que rechaza de plano la absoluta deshonestidad de la corrupción y la lacra de la injusticia.

En El laberinto español Gerald Brenan escribía que “no hay pueblo que sea más severo que el español en sus juicios en lo tocante a cuestiones políticas así como su aguda susceptibilidad respecto a la injusticia. Los españoles en conjunto no son justos ni imparciales, pero son honestos”.

Artículo de colaboración de Fina Godoy – Periodista

 

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