Mariano sale del burladero

El burladero es una instalación esencial de la plaza de toros. Su nombre es sincero; es un instrumento de burla y engaño que le permite a los toreros, sobre todo a los subalternos, jugar con el toro en la ignorancia de éste de que aquellos tienen la ventaja de refugiarse en esa trinchera y salir y entrar para llamar la atención de la fiera, casi sin peligro.

El presidente de Gobierno es, sobre todo, un político de burladero que lo utiliza extremamente, casi sin asomarse a ver lo que hace el toro por la plaza.

En pocos días va a tener que salir al ruedo en dos ocasiones. La primera ya lo ha hecho, con motivo del trágico accidente de Santiago de Compostela. Lección aprendida de otros casos que aunque no son exactamente comparables, también conmocionaron a los ciudadanos Gallegos, como el hundimiento del Prestige. La segunda será el jueves, a torear con el caso Bárcenas y sus añadidos.

Conociendo algo al señor Rajoy, se pudiera decir que a la “fuerza, ahorcan”. Se ha resistido hasta donde ha podido. Cerrado en su mutismo, sin explicar los apoyos y solidaridad que le estuvo dando hasta hace cuatro días a quien desde el despacho de Génova, en veinte años, amasó casi cincuenta millones de euros pretendiendo que nadie había visto nada extraño.

Varias ventajas del presidente. Una, macabra: el país está anestesiado emocionalmente con la tragedia ferroviaria. Y la rápida reacción de la Casa Real y del presidente de Gobierno se añadió a la ola de solidaridad que los españoles promueven como nadie frente a las víctimas de las catástrofes.

El jueves hará una ola de calor africano en Madrid. Será difícil, por lo que dicen los expertos, salir a la calle mientras depone el presidente en sede parlamentaria. Y, al día siguiente, la estampida de ferroagosto. Este mes es sagrado para los españoles, que cuando las cosas vienen mal dadas, por lo menos exigen no pensar en treinta días. Y, el presidente, sabe que para septiembre el escándalo que nos ocupa habrá diluido su acidez en las playas o en las sillas de calle a la puerta de las casas.

Pero, ¿a qué debe responder el presidente arrastrado como los toros muertos en su póstumos recorridos por la plaza?

Como ocurre siempre en los escándalos políticos, la verdad desnuda es irresistible. Y por lo tanto habrá que envolver todo lo ocurrido en veinte años, en el despacho aledaño a los presidentes del PP, con buenas palabras, promesas de honestidad y un propósito de la enmienda en el que nadie cree. Lo que más habrá ensayado Rajoy estos días es la expresión de su cara para que los que le veamos no nos entre la risa.

Creo que el límite de lo que podemos esperar es que Mariano Rajoy pronuncie el apellido “Bárcenas” para referirse a su consejero delegado en esa sociedad anónima que se llama Partido Popular.

Nadie en la política española tiene la escueta humildad del Rey. No parece tan complicado: “Me he equivocado mucho. Lo siento. No volverá a ocurrir”.

Reconocer un error y disculparse por ello produce –al menos eso creo yo- efectos balsámicos ante la opinión pública. Los sociólogos de cabecera de la política no creen en ese efecto teúrgicos.  Todos, sin excepción, son partidarios de la conjunción de negar la evidencia, mantenerse en el error y esperar que el transcurso del tiempo alivie las heridas.

Tal vez por esas prácticas, sobre todo, los ciudadanos hayan abandonado a las instituciones y a quienes las ocupan. Están aburridos de frases huecas, solemnes y repetidas. Y ven a los políticos como unos malos actores que no pueden ocultar sus limitaciones.

Rajoy ha cambiado algo. Va a salir del burladero dos veces en una semana. En la primera bordó la faena. Corbata negra, expresión solemne y dolorosa y parquedad de palabras. El jueves, en el Parlamento lo negará todo, dirá frases solemnes y esperara en su pueblo la llegada de un septiembre en el que otros problemas habrán enterrado, en parte, este escándalo insoportable que tiene dos apellidos: “Bárcenas” y “PP”.

Ir arriba