El coche, víctima de odios, objeto de deseo

 

 

Cuando llega el mes de septiembre, los ayuntamientos españoles se ponen a discurrir qué cosas pueden hacer para fastidiar al coche. Se trata de halagar a los electores jóvenes que se llaman ecologistas. Y de contentar a la izquierda con esas demandas de facilidades a la bicicleta que son la última reserva de unos programas políticos mermados de ideología. “Vamos a pasar unos días hablando mal del coche, que eso da rédito político”, se dicen los alcaldes. Y empiezan a despotricar contra una máquina-herramienta que les deja dinero desde que nace hasta que muere.

Los ayuntamientos saben que la ausencia de coches en las calles sería la completa ruina municipal. Pero en el Ayuntamiento de Valencia se van a ensañar otra vez con el coche, aumentando los costes de la hora, a sabiendas de que nadie va a protestar por ello. Los sufridos conductores de coche, parias sociales, ya son como los fumadores: gente de segunda a la que se puede castigar porque tragan y no protestan.

El domingo es el Día sin Coche. Los talibanes dicen que debería hacerse un viernes o un jueves, no un domingo. Incluso todos los días del año. Porque se trata de prohibir y de que se note a través del número de personas que se chinchan. ¿Se imaginan un día sin lavadoras apoyado por el Ayuntamiento? ¿Por qué no crea nadie el Día sin Fútbol o el Día sin Calefacción? La memez no tiene límite y carga contra el coche, que sigue siendo –eso sí– un objeto de adoración cuando llega la noticia de que Ford aumenta su turno de fabricación y está creando muchos empleos. ¿En qué quedamos: el coche es malo o es bueno para la sociedad? ¿Tomamos de él solo lo agradable…?

El Día sin Coche ha sido aprovechado para incrementar otra fiesta reivindicativa que le gusta mucho a la izquierda: el Día de la Bicicleta. Aunque la izquierda no se da cuenta,  es una demanda que se apoya en el pensamiento ancestral: los ricos van en coche, llevan chistera y fuman puros; los pobres van en bicicleta y llevan tartera y boina. Es un chiste de El Roto, o del viejo Summers, llevado a la política. El discurso político, esclerotizado en las estampas de los cuarenta y los cincuenta, llega siempre en blanco o negro y se convierte en modernidad. La bicicleta mola y el coche, no.

Segregación pura, nadie discurre que hay gente que nunca ha tenido bicicleta y nunca ha aprendido a manejarla. ¿A qué viene esta imposición ciclista?, piensa una buena parte de la sociedad. ¿A santo de qué pretende el socialismo, en Valencia, configurar un programa político basado en la peatonalización del centro y la “bicicletización” de la ciudad? Buscando los votos de los jóvenes perderán los de los adultos y mayores…

Lo curioso de todo esto es que la fiesta se hace sin sonrojo alguno, sin apercibirse de la ridícula superficialidad del conjunto: ¿Por qué no hacemos el Día del Abanico y combatimos la agresividad de los ventiladores? Lo curioso es que el Día de la Bicicleta no se hace “contra” los camiones o los taxis, no se enfrenta al tranvía o a los transbordadores, sino que se concibe solamente “contra” el coche.

Nadie se percata de que el coche, el simple y sencillo turismo familiar, cumple una función social. Y nadie valora que si en algún momento fue excesivo o invasivo –ahora, con la crisis, ya no lo es– lo fue entre los rabiosos aplausos del poder y de la sociedad entera. Pero da lo mismo: el coche paga impuestos para nacer y se pone enseguida a pagar impuestos por circular, por estacionar y por recibir combustible; el coche  paga y paga siempre, víctima del voraz sistema recaudatorio, y vuelve a pagar cuando se hace viejo y pasa la ITV, hasta el final, cuando muere y se desactiva para ser desguazado. ¿Se imaginan que un lavavajillas o una bicicleta tuvieran que pagar, como los coches, por moverse, por no hacerlo y por estar estacionado?

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