El Museo de Shelburne, hermoso delirio de missis Webb

 

 

El pequeño pueblo de Shelburne en el valle del Lago Champlain, que separa los estados de Nueve York y Vermont. Montañoso y verde, este es el estado donde los turistas acuden por miles a ver el prodigioso cambio de color de los bosques en otoño. Granjas y praderas se alternan en un paisaje de pueblos que parecen sacados de las más clásicas postales de Navidad.

Missis Electra H. Webb heredó de sus padres un gusto ecléctico por el coleccionismo y una fortuna considerable. Con el paso de los años, al arte oriental y occidental, al europeo y americano, se fue agregando una casi infinita serie de muebles, lámparas, elementos de decoración y utensilios de la vida popular. De modo que cuando los asesores de la señora Webb vieron que ya desbordaban las posibilidades de custodia que ofrecían sus mansiones convencionales, se planteó la posibilidad de comprar una gran finca rústica donde poder reunirlas. Es así como nació, en 1947, el Museo de Shelburne, que en las siguientes décadas, hasta los años ochenta, no hizo más que crecer y crecer.

En la actualidad, Shelburne ofrece las mejores colecciones de Estados Unidos en muebles y arte suntuario, desde el siglo XVIII hasta el XX. Pero sobre todo, la más completa forma de conservación de la vida norteamericana de todo el siglo XIX, a través de objetos y edificios reales, trasplantados hasta la finca. En estos momentos, Shelburne está integrado por 39 edificios visitables con toda clase de contenidos; pero lo interesante es que un total de veinticinco son auténticos, traídos ex profeso para que los visitantes sepan cómo vivían los tatarabuelos y esos famosos pioneros del sueño americano.

Así, el turista podrá rezar en una verdadera iglesia baptista y conocer una escuela de 1860 con todos sus elementos, comenzando por la tiza, el borrador y la pizarra. En Shelburne hay una barbería “como las de antes” y una imprenta de tipos móviles que puede imprimir sobres y tarjetas por encargo; en Shelburne hay “saloon” con pianista y una de las mejores colecciones de “caravanas del Oeste” y carruajes que los productores reclaman para las películas. Hay herrerías, cárcel y Ayuntamiento, “todos de verdad”, y un balneario de playa. Pero el visitante puede ver, además, una verdadera estación de ferrocarril, desde luego con locomotora y vagones auténticos, y una “general store como la de las películas”, donde personal vestido como en 1875 vende golosinas y postales. En su “delirio coleccionista”, en los años ochenta, el Museo hizo traer hasta la finca, colgando de un helicóptero, un singular granero circular de treinta metros de diámetro. Que se puso cerca de un verdadero faro, construido en 1871 en Colchester, al borde del Atlántico, que iba a ser derribado.

Con todo, la aventura más singular del Museo la realizó missis Webb en persona. Es la que le llevó a comprar, en los primeros años cincuenta, un buque de vapor de ruedas de paletas que iba a ser desguazado después de una larga vida navegando por el Lago Champlain. No ya por lo que suponía comprar un barco, sino porque ordenó traerlo completo hasta el Museo, donde decidió exponerlo sobre una gran campa. Por lo que se puede ver en la exposición que contiene el propio buque en su interior, el “Ticonderoga”, de 892 toneladas de peso muerto y 67 metros de eslora, dio “mucha guerra” en el curso del traslado por las estrechas carreteras de Vermont, aunque el viaje fue de “solo dos millas”.

Miles de turistas visitan el “Ticonderoga” como un espacio muy singular del museo que la señora Webb concibió. Entre otras razones porque está equipado al completo, y ambientado en los años veinte, como si fuera a navegar a media mañana: desde el equipaje y la maquinilla de afeitar del caballero que viaja en el camarote número 7, hasta las calderas de vapor, todo es real y de época a bordo. De modo que la cocina funciona para servir al restaurante que abre a mediodía, los salones están siempre a punto para los visitantes, y la carga está compuesta, entre otras muchas piezas, por auténticos coches Ford T de principios del siglo XX.

Colinas intensamente verdes, paseos bajo los árboles y –como la fundadora quiso siempre– una abundante ornamentación floral hace del Museo-parque, sobre todo en primavera y verano, un lugar encantador para la visita familiar o de grupo. Shelburne, que perdió en el año 1960 a su fundadora, la señora Webb, es, por resumir, el más completo “museo de etnología vivo” de Estados Unidos. Pero también es un punto de referencia para los estudiosos de los modos de vida americanos, desde los tiempos de la independencia, un centro generador de cultura y estudio.

Precisamente este fin de semana, el Shelburne Museum se dispone a abrir un nuevo centro cultural, el Pizzagalli Center para la Educación y las Artes, que es desarrollo del verdadero estudio de un pintor, protegido del Museo, que trabajaba en las instalaciones. A lo largo del año, de ese modo, se garantiza que va a haber exposiciones e iniciativas culturales en un centro que no quiere quedar anclado solo en los contenidos de un “museo temático”. Aunque ese “museo temático” sea uno de los lugares turísticos más atrayentes que se pueda encontrar en Estados Unidos.

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