El remoto río Lí

Si usted tiene previsto un viaje a China, procure que sea cuanto más largo mejor. Volverá rendido, eso seguro; pero al menos habrá tenido oportunidad de ver algo más que Beijing (antes Pekin). Si el viaje es largo, si usted quiere incluir entre las excursiones la Gran Muralla y “los guerreros”, y el futurismo de Hong Kong y Shangai, debe saber que eso requiere cuatro o cinco vuelos interiores y reclama dos semanas. Pues bien, ese es el momento de pedir que le pongan la excursión del río Lí, que a buen seguro no olvidarán en su agencia de viajes.

Pintoresca, típica y tópica, la excursión y navegación por ese río es de las que no se olvidan en la vida. Porque tiene todos los aliciente: vas toda una mañana a bordo de un barco razonablemente grande que se parece a los del Mississipi, se come a bordo, se visitan dos ciudades pequeñas –Guilin, capital de la región autónoma de Guangxi, que es puerto de salida, y Yangshuo, donde se desembarca– y además de los mercados que hay en ambas ciudades te llevan a visitar alguna aldea o poblado de campesinos.

El río Lí, dentro de los ríos de China es mucho menos importante que el Palancia en la red hidráulica española. Es una birria de río, apenas tres veces más caudaloso que nuestro Duero, que desemboca en el río Gui, que a su vez desemboca en el río Xi, que finalmente tributa en el famoso río Perla, el del gran delta. Pero ese pequeño río Lí, en el país de las dimensiones colosales, discurre por un paisaje llano e inundable, de arrozales, del que sobresalen, aquí y allá, caprichosamente, cordilleras, colinas, cilindros, “pirulis” de piedra –formaciones kársticas, dicen los expertos– que pueden tener quinientos, setecientos metros.

La zona es muy lluviosa, las nubes nocturnas mojan colinas y riscos; de modo que la vegetación es amazónica y en los roquedales que van franqueando el río los chinos muestran al turista la Cueva de la Flauta de Caña, cuajada de estalactitas, la Colina de la Trompa de Elefante y toda clase de formaciones vegetales o rocosas que los chinos van forjando con fantasía para que el viajero diga que las ha visto sin verlas de verdad.

En el grupo siempre habrá un turista, a lo mejor de Madrid, que dirá que el paisaje “se parece” al de Ha Long, en Vietnam, que es el que sirvió de escenografía para la película “Avatar”. Pero usted no se inquiete porque ha hecho una magnífica inversión viviendo aquí, tan lejos. Porque en la orilla verá usted escenas que, aunque están adaptadas para el turismo, son reales de la vida china: los pescadores, que navegan de forma increíble sobre balsas de bambú, llevan de la mano, como si fueran perros de traílla, enormes cormoranes negros. De vez en cuando sueltan un ave, que se sumerge de inmediato y unos segundos después ya trae en el pico una carpa que colea y se agita. Pero el pobre pájaro no va a poder hacer pasar al pez hasta el buque: una anilla férrea lo impide. De modo que el pescador no tiene más que echar mano y sacar sus pescados de la bocha del ave pescadora.

Lo malo de estos viajes grandes, que han de ser forzosamente organizados, es que el contacto con la gente escasea. Tú puedes estar rodeado de cien mil chinos, en un mercado, pero te apretujas agobiado a tu pareja, aislado dentro del grupito de veinte turistas, por fortuna todos españoles, donde hay, qué maravilla, dos personas de Turís y otras dos de Tarragona. Y es que para sentir el aislamiento, de verdad, hay que irse a China; del mismo modo que para sentirse español de verdad, lo mejor es viajar bien lejos.

Los barcos turísticos, seis, ocho, hasta doce, navegan en caravana, haciendo sonar las sirenas de vez en vez. Usted puede ver el impresionante paisaje, hacer fotos y videos, subir y bajar a la cubierta superior del barco, tomarse una cerveza china, que no está mal, e incluso ver cómo se prepara la comida en el barco que navega delante del suyo. En la popa, habilitada como cocina, verá la habilidad para lavar en las aguas del río los “woks” donde se va a guisar el menú de los turistas; y verá a los cocineros prepararlo todo con sus manitas. Pero usted tiene que ser fuerte porque los tiquismiquis, en China, hay que dejarlos en el aeropuerto, cuando llegas y enseñas el pasaporte.

Luego, seguramente, te llevarán a ver el campo. Y podrás ver cómo se trabaja en arroz con el carabao, que ese buey de los arrozales, de cornamenta en forma de media luna; como podrás ver que se presenta como tipismo el atraso ancestral, que incluye la visita a una casa que viene a ser como una barraca de “Cañas y barro”, con un techo vegetal de fibras semejantes, aunque sin la doble vertiente de aquí. Dentro, el siglo XV, o el XVII, te aguardan: en los surcos que se le hacen junto a los ojos al campesino que trabaja de sol a sol, en la jaula artesanal para los pajaritos, en los aperos de labranza, en la sonrisa desdentada de la señora que limpia unos frutos extraídos de la tierra que son… “cacau de l’horta”. Porque no es difícil, sino todo lo contrario, encontrar paralelismos visuales, estéticos, de vida, que enlazan el río Lí con el Turia.  

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