«L’Enfant de París»: vamos al cine a llorar

La película venía precedida de un gran éxito de taquilla en toda Francia y los distribuidores de la productora Gaumont en España pusieron gran esperanza en ella. No en balde era, con sus 3.000 metros de longitud, una película de muy larga duración: durante dos horas y cuatro minutos, el espectador tenía emociones encadenadas en pantalla.

El propietario del Cine Sorolla sabía muy bien lo que había contratado. En Francia, en origen,  se llamaba “l’Enfant de Paris”, una producción del acreditado director Léonce Perret, para la Gaumont. Por eso mandó poner en los periódicos largas gacetillas que anunciaban que el 2 de junio de 1913 iba a estrenar “La alondra y el milano”, un título en español que hacía referencia a la pobre niña inocente, huerfanita por más señas, que era secuestrada por un pérfido personaje.

El cine había comenzado a exhibirse en Valencia en 1896, apenas un año después de que los Hermanos Lumière abrieran en Paris su espectáculo. Diecisiete años después, el negocio del cine estaba ya muy asentado en Valencia donde funcionaban regularmente media docena de salas, que proyectaban todas las producciones nuevas, principalmente las francesas, las americanas y las españolas.

“El arte cinematográfico proporciona cada día mayores sorpresas”, decía la información publicitaria del Cine Sorolla. Y era verdad, como probaba cada semana la programación del “elegante y espaciosos salón”, uno de los más modernos y con pretensiones de calidad. Por esa razón había traído a Valencia, en exclusiva de estreno, –“a pesar de su elevado coste”, decía el comentario– una “célebre película, que se está exhibiendo con extraordinario éxito en las principales capitales de Europa”.

Se trataba de una “colosal cinta de 3.000 metros, dividida en cuatro partes y 76 cuadros, editada por la Casa Gaumont de Paris, en la que no se sabe qué admirar más, si lo maravilloso o artístico de sus cuadros, vistas y paisajes, o la intensidad dramática y emotiva del argumento, altamente moral, o la genial interpretación de los simpáticos protagonistas”. Estos eran “una niña de seis años y un muchacho de dieciséis, que se han revelado verdaderos artistas mímicos”

Solo al oír hablar de tres mil metros de cinta, el espectador quedaba impresionado. Porque se estaba refiriendo a una historia cuatro veces superior a lo habitual, que estaba en aquellos tiempos por los 750-1000 metros de longitud, como se indicaba en los anuncios para que el público supiera a qué atenerse. Por eso el Gran Cine del Teatro Apolo, cuando empezó a dar películas en junio, se quedó atrás con “El banquero”, de 1.200 metros o “El último recurso” de 850. Como complemento de ambas daba “Las apariencias engañan”, una cinta de apenas quinientos metros.

Claro que el Apolo se sabía adaptar a la vacación escolar de los jueves por la tarde y empezó a programar su “Jueves infantil”, con películas como “Kri-kri y sus tirantes”, una producción italiana con Raymond Frau como actor principal y, como complementos, títulos tan llamativos como “La araña”, “La justicia de la fiera” y “La escudilla del abuelo”.

De todas formas, “L’Enfant de Paris” fue una obra muy celebrada, de dos horas y cuatro minutos  de duración, nada menos, en las que el público lloraba, se conmovía, se asustaba y agitaba, sin llegar a estar un solo momento indiferente en la butaca. Claro que Perret, el director, sabía lo que se hacía: la sucesión de planos, el montaje que imprimía a sus películas, los enfoques de sus cámaras y la iluminación de las escenas son destacadas, un siglo después, como introductoras de grandes novedades técnicas que contribuían a que las emociones del espectador se desbordaran.

Léonce Perret (1889-1935) fue a la vez actor, guionista, director y productor hasta intervenir de algún modo en unas 400 obras de cine, se destaca sus innovaciones en materia de iluminación y encuadre, así como en la sincronización de la música de acompañamiento que había por lo general en las salas de exhibición. En efecto, el trabajo del pianista que estaba en la sala era también clave para que las emociones de los espectadores fluyeran en libertad; como lo era también la presencia de un narrador que, armado de un megáfono de bocina, daba pistas a los espectadores, les leía en castellano los rótulos y solía transmitir intensidad al relato que se estaba viendo en la pantalla.

Lo que maravilla es la capacidad de trabajo del cine de aquellos momentos y su rapidez de producción. En el año 1913, se atribuyen a Léonce Perret nada menos que 32 películas, de la que esta fue una de las más dramáticas y la que mayor éxito acabó cosechando en las pantallas españolas y, desde luego, en la del entonces moderno Cine Sorolla.

 

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