La Pascuala, bocadillos colosales

La Pascuala es una evocación, un rescoldo de las viejas tabernas que había al borde de los caminos carreteros. O en las inmediaciones de los puertos. Esta, que no hay forma de saber con precisión cuándo pudo nacer, es de ambiente portuario. Aunque no se debe olvidar que tiene como vecinos la Lonja de Pescadores construida en 1909 y la Casa dels Bous donde se guardaban los bueyes encargados de tirar de las barcas de pesca hasta vararlas en la arena. Hablamos, pues, de una clientela compuesta por hombres de mar, marineros y pescadores, en la orilla de una playa donde –véase “Flor de Mayo”, de Blasco– también había viejas barcas de pesca habilitadas como “chiringuitos” en la arena misma.

Estamos hablando, pues, de una clientela recia y poco refinada, tragona en general, que muchas veces solía llevar su pan y su mezcla “a bordo” del carro o de la barca y lo que buscaba era el aderezo de unas aceitunas y cacahuetes –lo que ahora se regala al cliente– junto con el porrón de vino. Así las cosas, pocos melindres y mucha contundencia: en La Pascuala estamos en la catedral de la religión valenciana del “almorsar” o “esmorsar”. Y esa doctrina requiere fieles con apetito que no le pongan reparos a la hora de comerse una barra de pan entera.

El local no hace reservas y a la hora de los almuerzos es posible que haya que hacer cola. Pero el personal sirve con una gran celeridad y con una capacidad de asimilación de los pedidos que mueve a condecoración. Son unas empleadas magníficas, comprensivas, que empiezan por el elemental regalo de “cacau en corfa i olives” que es típico en las tabernas valencianas. Se despacha muchísima cerveza en la casa, pero es mucho mejor, metidos en harina, entrarle a los almuerzos con vino peleón y gaseosa, que se puede pedir en porrón como en los viejos buenos tiempos.

Es recomendable leer al menos una vez el pizarrón de especialidades, donde vamos a encontrar catorce modalidades de tortilla y variables de bocadillo que van desde el lomo a los calamares pasando por un jamón sabroso y sin pretensiones. Claro que la verdadera estrella del establecimiento es la carne de caballo, que se sirve en el bocadillo “Susan”, con cebolla y jamón serrano, o en el bocadillo “Pascuala”, que lleva el pan bañado y sirve los filetes de caballo con algo de tomate, queso, cebolla y bacon. Se puede pedir medio pan, pero el ahorro en la cuenta es mínimo. Es mejor pedir el bocadillo “super” y si hace falta dejar lo que en buena ley no puede uno comerse. Porque suele suceder que uno empieza, lógicamente asustado, pero al final se anima y termina por dar cuenta de todo el pan de cuarto.

La gente se hace fotos con un bocadillo que no sabe por qué punta comenzar –babor o estribor– aunque algunos le hincan mandíbula por el mismo centro. La gente se lleva a casa el bodegón digital del condumio con el que se ha atrevido y después lo enseña en el móvil y presume de haber pagado por todo no mucho más de siete euros, café incluido. Y es que, en La Pascuala, junto con el bocadillo del Coloso de Rodas, se puede –y se debe– pedir una estupenda ensalada de tomate, cebolla y olivas negras. Se puede y se debe amenizar la espera de los bocadillos con unas patatas bravas que para muchos deberían estar declaradas como Patrimonio de la Humanidad. Y se puede y se debe rematar el almuerzo con una sobremesa en la que habrá de estar, a la fuerza, el carajillo de ron “cremaet” con unos granitos de café, delicada especialidad de la casa.

Es preciso anotar, por si las moscas, que el ambiente de La Pascuala no es el de un club de campo británico ni falta alguna que hace. Popular y gritón, el lugar está frecuentado, a la hora de los almuerzos, por el pueblo más pueblo y muy singularmente por grupos de compañeros de trabajo, peñas de amigos y grupos de jubilados. Que al filo de las tres de la tarde, a la hora de la comida, no cambia mucho aunque ya suele incluir parejas, matrimonios con niños y alguna comida de negocios sin pretensiones de lujo. Hay que señalar que como se ha escrito mucho de la casa –y lo que se escribirá– la Pascuala está siendo incluida, cada vez más, en las agendas y cuadernos de viaje de los turistas, que acuden cada vez más al local.

La decoración no desmerece. Hay mesas de mármol con patas de hierro colado; hay una barra que separa el comedor que da a la calle de otro, posterior y general; y presidiendo la barra está una construcción esencial que muestra una nevera con seis portones de la edad del bronce, tres superiores con cristalera y tres inferiores sin ella. Luces allí los emblemas, permisos y licencias de la casa, el aviso de que no se sirve alcohol a los menores de edad y dos elementos clave: los escudos del Valencia y del Levante. A los lados, como se espera, como siempre, hay dos botilleros con innumerables ejemplares de Terry, Veterano y Larios puestos en fila. Y sin repasar el polvo desde que el bar era frecuentado por calafates, carreteros de la huerta que venían a la playa a distribuir una carga de melones y alumnos aventajados de la Escuela de Flechas Navales.

Pero eso es y debe ser un par de siglos más La Pascuala: historia viva de la ciudad de los almuerzos.

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