Oslo: Cómprame los libros, compañero

Karl Johans Gate es el nombre clave para verla en los mapas de Google y para pedir a un guardia que te diga cómo llegar hasta allí. Porque es una vía, única en el mundo, que no hay que perderse. Sobre todo en estos días de mediados de agosto, cuando el curso estudiantil va a comenzar. Allí empiezan mucho antes que en el sur de Europa; pero no porque sean más estudiosos, sino porque luego el calendario trae de todo: tiempo endiablado, como es natural; pero también una vacación invernal, dedicada al esquí, donde el rey es el primero en hacerse las fotos, esquiando, para dar ejemplo de deporte.

Cuando hice las fotos de la Karl Johans Gate era el año 1990. Lo digo sobre todo por una donde aparece una pancarta que anuncia la actuación de David Bowie en el Jordal Stadium. Pero hecha salvedad de ese detalle y del atuendo de los chavales, el asunto que quise fotografiar hace 23 años ya sigue siendo el mismo: es el muy animado mercadillo de libros viejos que los estudiantes de Oslo organizan de forma espontánea, en esa avenida y en las calles comerciales adyacentes, para que pasen de mano en mano los libros de texto necesarios para el curso que va a comenzar de inmediato.

Los libros de bachillerato, los libros del instituto, los libros necesarios para la universidad, son objeto de un intenso intercambio que algunas veces usa el dinero pero que en muchos casos se limita al “uno por uno”. Porque no se trataba de tener unas coronas para poder asistir el concierto de Bowie –que también– sino de tener los libros que usaron los estudiantes más mayores y de desprenderse de los usados en beneficio de los más jóvenes, que van incorporándose.

Ni que decir tiene que esto es posible por dos vías: la primera, que los libros están presentables y en buen uso; la segunda, que no los cambia el Gobierno de un año para otro. Son dos ilusiones, dos deseos que en España llevamos décadas y más décadas anhelando, sin conseguirlo. No conseguimos, de ninguna manera, que los alumnos sean tan bien educados que eviten, en la medida de lo posible, tachar, rayar y hacer trizas las páginas de los textos. Pero tampoco conseguimos que los planes de estudio erradiquen esos libros tramposos, diseñados por carotas, que llevan en las páginas impresas preguntas que el alumno debe responder… con el resultado perverso de que el libro quedó inutilizado durante el curso escolar y no puede ser útil para el hermano pequeño.

Pero si las editoriales y los diseñadores de libros hacen trampas, todavía es más burdo el juego de los gobiernos, el central y los autonómicos, a favor de unas poderosas  editoriales que, casualmente, son también propietarias de grandes cadenas de periódicos y medios de comunicación. La trampa consiste en que el Gobierno de España no tiene valor para hacer unos libros de texto oficiales, aprobados en el Congreso de los Diputados, que valgan para toda España por igual y que expliquen lo que es obligatorio que todo ciudadano español aprenda de modo seguro, aunque luego se le puedan añadir los aditamentos regionales convenientes.

¿Por qué los estudiantes de Oslo se pasan libros de unos a otros? Pues porque las fórmulas matemáticas, allí, no cambian de un año para otro. Pero también porque tampoco cambia de un año para otro, de una región a otra, la información que se estudia sobre la historia de Noruega, los ríos que se consideran básicos para la cultura nacional, o los nombres de los fiordos que se deben saber de memoria.

Países estables, países con Gobiernos que echan mano de organizadores razonables de la vida en común; países con sentido práctico de las cosas, donde no hay señales de los recelos y los defectos que adornan la vida española desde hace siglos, aunque obviamente pueden tener otros muchos defectos.

En 1990, reinaba en Noruega el venerado rey Olav V. En 1991, al año siguiente, murió y fue sustituido por su hijo, el rey Harald V, que sigue la dinastía. Otra enseñanza de gran interés que Noruega proporciona a los españoles te la facilitan a la vista de un palacio real que hace muchos años perdió murallas y puertas y se rodeó de un gran jardín abierto el público: “Si el rey está en palacio, la bandera nacional ondea en el mástil; si no hay bandera, quiere decir que el rey no está en casa…” Lo curioso, para los españoles, es que ese modelo se repite en todas y cada una de las casas del país, especialmente, claro, en las granjas y en las casas de vacaciones que la gente tiene en las dos o tres mil pequeñas islas del estuario de la capital. “Si estás en casa pones la bandera y tus vecinos ya saben que pueden visitarte…”, me dicen.

–Y si no hay bandera puesta, los ladrones ya saben que pueden venir a casa a robar–, le dije a mi guía desde la malicia natural española.
–Eso no se nos había ocurrido hasta ahora; pero la verdad es que nunca ha pasado–, me respondió.

Ir arriba