¡Por allá resopla!

Kaikoura, como Peñíscola, es una pequeña ciudad construida sobre un tómbolo de rocas escarpadas. Situada en la costa este de Nueva Zelanda, está unos ciento cincuenta kilómetros al norte de la capital de la isla sur, Christchurch. Y su pequeño puerto es el lugar donde se concentra el mayor número de turoperadores turísticos dedicados a la moda del avistamiento de ballenas azules. Solo en algunos puntos de la costa de Patagonia, o de la española Tarifa, se puede divisar ejemplares de cetáceos con tanta seguridad y familiaridad; de modo que la fama internacional de Kaikoura atrae cada año a miles de turistas amantes de la naturaleza y de ese “bicho” gigantesco, la ballena, que se elevó a la categoría de leyenda a través de la novela “Moby Dick”, de Melville.

Las ballenas tienen curiosas peregrinaciones a lo largo y lo ancho del Atlántico y el Pacífico: los bancos del krill que son su alimento, el gregarismo, el calor o frío de las aguas, las necesidades del parto, hacen que las manadas se muevan a tenor de las estaciones. Los balleneros que comenzaron a llegar a las antípodas en los años siguientes al gran viaje del capitán James Cook (1770) ya sabían mucho de esas costumbres y viajes. Esa es la razón por la que en el Tory Channel, un precioso fiordo de la isla sur, se estableció una de las primeras factorías balleneras.

Los neozelandeses son muy escrupulosos a la hora de hablar de un pasado donde los maoríes y las ballenas no se sintieron especialmente cómodos por la presencia de los primeros colonos. Si el maorí –todo lo maorí, desde la cultura al folklore incluyendo los tatuajes– es ahora el símbolo por excelencia del pasado de una nación, los cetáceos, y en general toda la familia de los delfínidos, son animales extremadamente respetados. Dentro de una cultura de convivencia donde la protección del paisaje y el medio ambiente son indiscutibles metas nacionales.

Viajar en el ferry interinsular desde Wellington, la ciudad más al sur de la isla norte, hasta Nelson, la ciudad más al norte de la isla sur, supone atravesar un paisaje excepcional. Los primeros veinte kilómetros pertenecen al estrecho de Cook propiamente dicho, con sus fuertes corrientes, pero el resto, otros setenta kilómetros o más, permiten atravesar un paraje donde los balleneros hicieron historia al ubicar sus primeras factorías. Los avistamientos, sin embargo, se producen en el mar situado al este de la isla, cerca de una costa a la que las manadas de cetáceos se acercan a tierra para tomar mejor el paso entre las dos grandes islas que Cook abrió al conocimiento de los occidentales.

Todo el viaje de los turistas se hace a la vista de tierra, de la que no se separan las embarcaciones más allá de ocho o diez millas. Los meses de octubre, noviembre y diciembre –principio del verano austral– son los más concurridos y los que dan mejores resultados visuales. No será raro que el mar esté movido: estamos hablando del Pacífico y de aguas abiertas, donde los vientos pueden ser recios y las corrientes son siempre poderosas. Pero el turista, que generalmente es persona amante de la naturaleza y tiene una buena educación ambiental, disfrutará con las aves marinas, con los delfines, que están “asegurados” en las travesías y con los cachalotes, que por lo general no van a faltar en las expediciones gracias a la pericia de los pilotos de las embarcaciones.

Ni que decir tiene la emoción que supone el momento en que el primer turista avista un cachalote en la distancia. Todos corren hacia la zona, las cámaras no paran, los prismáticos pasan de mano en mano y hay gritos de alegría cuando el animal hace vibrar la cola durante dos segundos prodigiosos. El impacto de la vida natural llega al espectador con una fuerza imposible de encontrar en otras experiencias.

Kaikoura también fue en su día un puerto ballenero. Arponeros rusos y franceses, ingleses y chinos pasaron por esta zona durante todo el siglo XIX hasta que a mediados del siglo XX comenzaron a imponerse en el mundo las naturales restricciones de caza de ballenas. Hoy en día, el pueblo vive del concepto de respeto a las ballenas. Que ha desarrollado toda clase de modalidades turísticas de más o menos aventura, de más o menos riesgo. Porque se pueden visitar, en tierra, colonias de leones marinos, pero también se puede nadar entre delfines en medio del mar abierto.

En cuanto a los cachalotes, se pueden ver desde las embarcaciones, pero también desde avionetas y helicópteros, que añaden aventura –y desde luego bastante precio– a la expedición naturalista. Las excursiones más sencillas en barco cuestan unos 80 dólares de Nueva Zelanda pero pueden subir el coste en función de la duración del viaje, que puede incluir comidas y durar todo un día.

Siempre habrá turistas mentecatos o simples que lo reducirán todo a decir que “sí, hemos visto una que echaba un chorrito de agua” a la hora de proyectar el video en familia. Es poca altura de miras. Porque en la excursión se trata más bien de valorar la grandeza de una nación que cuida su naturaleza de forma muy exigente, de respetar la potencia del océano al que los turistas no hacen más que asomarse –“al otro lado” ya está el sur de Chile y hay un buen trecho– y de admirar con respeto, aunque sea mínimamente, la grandiosidad de unas especies migratorias que viven en esos mares.

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