Tanglewood, música en la pradera

En las laderas, debajo de olmos centenarios, sentados en el césped, otras seis o siete mil personas han extendido manteles y se aprestan a consumir un “picnic” memorable mientras escuchan la sinfonía de Beethoven. Pues bien: si estás viendo y sintiendo algo así, estás sin duda en Tanglewood.

La Orquesta Sinfónica de Boston es una institución que, además de ofrecer uno de los más altos niveles de calidad del mundo, hace décadas que aprendió lo que en España necesitamos aprender: el difícil arte de depender lo menos posible de los presupuestos públicos. Gracias a una buena ley de mecenazgo, sus clientes, sus abonados, sus patronos y mecenas, sostienen, con muchos dólares por delante, un centro de producción cultural musical que es el orgullo de Massachussets. Y que, cuando llega el verano, deja atrás el calor pegajoso de Boston y se adentra en el oeste del estado, en las montañas Berkshires, hasta llegar a un pueblecito encantador llamado Lennox.

Allí está, justamente, la finca Tanglewood. Que recibe el nombre de la casa de campo que tuvo el escritor Nathaniel Hawthorne, autor de unos relatos infantiles titulados “Cuentos de Tanglewood”. Una finca de 210 acres que, en el año 1936 fue regalada a la orquesta por Gorham Brooks y Mary Aspinwall Tappan, un matrimonio tan adinerado como aficionado a la música clásica. Desde hacía tres años, las familias acomodadas de Boston se venían procurando música de calidad durante las semanas de vacaciones en la montaña. Pero gracias a la generosa donación de los Tappan, la BSO encontró un lugar donde radicar sus conciertos veraniegos para siempre.

Tanglewood es un justo motivo de orgullo de todo el estado de Massachussets, que sienten como propia la Orquesta y sus festivales de verano. Desde muy temprano, en los sábados o domingos, las carreteras de acceso están llenas y un fuerte dispositivo policial ordena los vehículos en los estacionamientos, que normalmente se cobran junto con la entrada. Los espectadores pueden escuchar la música en las cinco mil localidades de asiento o mientras almuerzan o cenan un “picnic” en las campas y praderas.

A mediodía, cuando se abren las puertas, la gente que ha esperado desde buena mañana va entrando y se dirige presurosa hacia los prados para tomar asiento en un lugar con buena vista y audición, bajo la copa de frondosos árboles. Aunque pueden alquilarlas, la mayoría llevan sillas plegables y sombrillas desde casa; y todos portan, como es de rigor, cestas de “picnic” elegantemente aderezadas. Los mejores manteles, la mejor cubertería y cristalería, la ropa más elegante, los sombreros más aparatosos, se reservan para estos almuerzos musicales al aire libre, donde reinan preparados gastronómicos y “delicatessen” de primera calidad, junto con los mejores vinos y champañas.

El esquema se puede repetir en los conciertos nocturnos, que se inician a las seis o a las ocho de la tarde: el público de las paraderas puede llegar a las 15.000 personas en algunas ocasiones. El protocolo recomendable ordena comer mientras se espera el concierto, que suele comenzar a las dos y media de la tarde. Por lo general, se deja que la música llegue acompañada de champán, postres y dulces. La gente toma el sol, se aligera de ropa y se descalza mientras suena Mozart o Brahms.

Todo transcurre sin prisas, sin nervios, sin una sola alteración de la voz, mientras la Orquesta de Boston está trabajando. Y, para maravilla de los españoles, diez minutos después de que concluyan los aplausos, la campa está despejada, el público se ha retirado y, como es natural, no queda sobre el césped ni el recuerdo de una servilleta de papel olvidada: aunque la gente acostumbra a llevarse los desperdicios a casa, debajo de los olmos hay grandes contenedores; y nadie se atrevería a faltar a la corrección en un escenario cultural que enorgullece a los bostonianos.

El 5 de agosto de 1937 se inauguró una tradición que se ha cumplido, verano tras verano, salvo en el periodo de suspensión de la Guerra Mundial. En 2012, con una programación especial, Tanglewood celebró por todo lo alto su temporada número 75. Que este año 2013 está intentando superar con una serie de no menos de cincuenta conciertos, de todo tipo de música.

En la actualidad, a partir del añadido de una nueva finca vecina que se hizo en los años ochenta, Tanglewood es un complejo cultural y recreativo de primer nivel con influencia en toda Nueva Inglaterra: estudios de grabaciones, centros educativos, auditorios especializados y residencias componen la lista de actividades del centro, donde no falta una explotación agrícola de la finca y una bodega en la que maduran los vinos de la propiedad, que se comercializan con gran éxito.

El auditorio principal del conjunto, el granero inicial, lleva el nombre de “The Serge Koussevitzky Music Shed”, aunque todos le llaman el “Shed”, el cobertizo. Es el granero original, del año 1938, dotado de una acústica excepcional. Un sistema de sonorización de alta calidad permite que en todas las campas que rodean el auditorio, concebido en forma de abanico y abierto, dispongan de una audición garantizada.

El ciclo de 2013 se inició el 21 de junio con un concierto de Tchaikovsky a cargo del violinista sir Joshua Bell; y será clausurado el 1 de septiembre. Por descontado que se van a recordar los centenarios de Wagner y Verdi y que habrá Mozart en los atriles. El insustituible Yo-yo Ma y la virtuosa Anne Sophie Mutter ya han pasado por el escenario a lo largo del mes de julio.

Durante este mes de agosto solo habrá seis días sin música en Tanglewood, donde anteayer se consagró el día a Sibelius y Brahms y la mañana de hoy sábado estará dedicada a Beethoven. Pero atención, porque entre el 15 y el 18 de agosto se celebran las jornadas gastronómicas, que programan degustaciones de productos frescos y vinos etiquetados en la propiedad, más catas de todo tipo de caldos del mundo, acompañados siempre de selectos cuartetos de cámara.

A los pocos años de funcionamiento, el interés de la sociedad bostoniana por la cultura hizo ver las muchas posibilidades de Tanglewood. Si la Sinfónica de Boston era la formación residente, por allí podían pasar solistas y directores de todo el mundo. Y darse todo tipo de cursos, clases magistrales y seminarios. Y por supuesto que hay catálogo de discos grabados en los auditorios.

Más allá del mundo sinfónico, los “Boston Pops” fue una forma sugestiva de acercar al gran público la música de calidad. El compositor y director John Williams, famoso por sus creaciones para el cine, es el animador de esta faceta musical popular en los últimos años. Por descontado que muy pronto se abrió paso el jazz para nutrir los programas veraniegos de Tanglewood. Con todo, el gran animador, el divulgador universal y el director por excelencia, tanto de la BSO como del programa anual Tanglewood, ha sido durante muchos años el gran Seiji Ozawa, que tiene un auditorio dedicado a su nombre dentro del complejo.

La cultura musical valenciana y española tiene mucho que aprender aquí. Para empezar es el público español el que debería acostumbrarse a que esta clase de festivales clásicos se hicieran más frecuentes y masivos en España. Y a sostenerlos, sin depender de los presupuestos públicos.

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