Agitprop

Hay momentos en los que ciertos dirigentes políticos inyectan en la sociedad que rigen la emotividad, muchas veces como forma de ocultar los fallos o la esterilidad de su propia gestión al frente de la cosa pública y suelen transmitir a la opinión pública la idea de que los problemas que aquejan al país son culpa de otro o de otros. Se trata de buscar un chivo expiatorio al que cargar con las propias responsabilidades, un enemigo común que sirva de cohesión a la ciudadanía.

Para ello, no se duda en reinventar la historia, maquillar cifras u ocultar datos objetivos. A lo largo de la historia hemos visto muchas veces comportamientos así, y ahora los estamos viviendo en Cataluña. Efectivamente, los pasados días 10 y 11, coincidiendo con la Diada, me hallaba yo en Barcelona, de paso hacia Francia y pude contemplar de cerca un ejemplo de este tipo de manipulaciones. Los canales de la televisión pública catalana, todos sin excepción, dedicaban su programación completa a la cuestión identitaria catalana y al anunciado referéndum; el hotel en el que yo mismo me alojaba tenía su fachada atravesada por dos grandes banderas y, mientras pagaba mi factura, oía cómo un empelado del establecimiento le contaba a una pareja norteamericana una increíble perorata sobre la futura independencia de Cataluña. Un “agitprop” sin precedentes, que se reflejaba también en numerosas ventanas adornadas con la bandera estelada, aunque era bien cierto que en un número mucho mayor de viviendas no había bandera alguna.

El día 11 por la mañana una considerable caravana de coches se dirigía a La Junquera, donde había sido convocada una manifestación, y los ocupantes de los vehículos iban ataviados con la camiseta amarilla con las cuatro barras rojas, diseñada para la ocasión. Me convertía en espectador de una suerte de enajenación colectiva, fruto de largos años de propaganda en escuelas y centros docentes, medios de comunicación y acción directa de ciertas fuerzas políticas. En este contexto de emociones desbordadas, apenas cabe el debate razonado y razonable, ni sirven argumentos, cuando lo que se ha desatado en un sector importante de la población es el sentimiento incontenible, una quimera que augura un futuro fantástico, un horizonte irreal lleno de medias verdades o abiertas mentiras. Se ocultan consecuencias evidentes de un eventual proceso de segregación, como es la salida inexorable de la Unión Europea, la pérdida de buena parte del mercado español, la necesidad de asumir por la sociedad catalana, sin ninguna ayuda,  la enorme deuda pública acumulada. Se propone un paraíso que está muy lejos de ser real y posible.

Los políticos que juegan a exaltar las emociones de sus pueblos cometen a mi juicio un grave error, aparte de asumir una enorme responsabilidad,  porque desencadenan un proceso de difícil reversibilidad que en sus precedentes históricos siempre han acabado en las cercanías del abismo o en graves conflictos sociales. Cuando tras la Segunda Guerra Mundial unos insignes políticos soñaron con una Europa unida y la empezaron a construir lo hacían porque eran conscientes de que sólo un continente europeo unido podría hacer frente a los grandes retos que planteaba la historia contemporánea: ser alternativa a las dos grandes potencias hegemónicas en aquella etapa y aunar las grandes potencias culturales, económicas y científicas de los países europeos. Eran conscientes de que la división debilitaba y la unión hacía de Europa un inmenso proyecto de futuro. Olvidar esto constituiría un disparate del que todos resultaríamos damnificados.

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