Generando desobediencia civil

Estoy preocupado conmigo mismo. Ayer, por primera vez en mi vida, me enfrenté a la autoridad: un policía, digamos con ciertas limitaciones intelectuales y más chulo que cualquier chulo. La verdad es que la chulería me puede: es la soberbia del poder sobre el débil.

Siempre he pensado que los sistemas, cualquier sistema de convivencia es mejorable. No hay duda. Observo mis héroes intelectuales y vitales, y todos, de alguna forma, se enfrentaron al sistema. ¿Qué significa enfrentarse a un sistema? Poner en duda lo aceptado; que las cosas son como son, porque alguien, un día, decidió que así fueran.

No me siento orgulloso de haber discutido a gritos con quien en el ejercicio de su autoridad se comportó arbitrariamente. Porque tampoco yo tenía razón del todo. Además lo hice delante de mi hijo, lo cual no es el mejor ejemplo. ¿O sí? La discusión se zanjó con una amenza: -¿Quieres que haga que vuelvas a la autoescuela? Me dijo el policía desde su supuesta altura moral. Y todo venía a cuento de que le pinté por no hacer bien su trabajo. Tanto es así que acabamos atrapados 15 coches en una calle y tuvimos que salir marcha atrás y contra dirección como pudimos.

Y vuelvo a mis héroes. A aquellos que se enfrentaron al sistema. Los observó así, incomprendidos. Los miro siendo juzgados desde la ira por aquellos a los que cuestionaban. Peor me resultan los otros, no los que son cuestionados, sino aquellos que aceptan lo dado. Veo sus ojos de envidia ¿Quién se ha creído éste para no obedecer? ¿Quién es éste –que no es nadie, que es un cualquiera- para creerse en posesión de la verdad? Es la mirada juzgadora de la masa. La terrible mirada del que ya no te saluda como antes por haber hecho algo que sale de sus esquemas. Que te evita. Que te desprecia en lo secreto, a escondidas, con sus otros yos, sus otros hombres o mujeres masa. Masa ideológica, masa religiosa, masa consumista. No importa. Es aquel que no acepta algo que pueda ser distinto porque rompe sus esquemas.

Pienso, de entre todos esos que se enfrentaron con lo establecido, -imagino que alguno lo habrá intuido ya-, en Jesucristo. Mi héroe –si se me permite la expresión- por excelencia. Aquel que cuestionó todo un orden religioso, también cultural y político. Me lo imagino en el mundo de hoy. Me pregunto si yo sería capaz de seguirle. Si no despreciaría desde mi soberbia intelectual que alguien así; que un mindunguis, que un “matao” que no es nadie, pero que se cree todo, que se comporta como que es todo, viniera a cuestionar no ya lo que yo hago, sino las reglas de mi mundo que me otorgan seguridad.

En un librito magnífico de Henry David Thoreau, llamado “Desobediencia civil” está el compendio de lo que significa no respetar la autoridad –cuando la autoridad no se merece dicho respeto-. Ésta es una de las claves para mí más importantes. ¿Se merecen las autoridades el respeto que nos exigen a los ciudadanos? Unas autoridades que viven en no pocas ocasiones ajenas a la cruda realidad que nos toca sufrir al resto de los ciudadanos. El derecho a la desobediencia se convierte en legítimo, cuando aquel que la exige la fundamenta en la arbitrariedad, el interés personal, el mero capricho, cuando no la corrupción o la injusticia. No sé si ya estamos en el caso. Creo que no. Pero la legitimidad de la autoridad también hay que ganársela. No sólo sirve el modo de haberla obtenido (democráticamente) por ejemplo en el caso político. El policía, por volver al protagonista de esta historia, tiene la legitimidad que le otorga el haber pasado los procedimientos necesarios para ostentar ese cargo. Pero también debe ganársela con su actitud; con sus palabras; con sus gestos.

Hay un déficit de legitimidad. No me cabe duda. En casi todas las profesiones, no sólo en la política. Es uno de nuestros grandes retos. Porque sin legitimidad la autoridad no se sustenta. Y si no se sustenta es necesario derribarla. Es una lección de la historia que algunos se empeñan en no ver. Mi mayor preocupación sociológica en estos momentos es observar con cuánta ligereza se aborda esta cuestión por parte de las autoridades de muchos ámbitos –políticos, judiciales, docentes, etc. Como si la cosa no fuera con ellos. Es de una irresponsabilidad gravísima.

Es evidente que una mera discusión con la autoridad del lugar –el policía en este relato- es una anécdota. Pero en mi caso la presiento como un síntoma de algo más profundo. Presiento que se está larvando algo más (verbo que no existe pero que me resulta muy gráfico para explicar algo que aún no se manifiesta pero que está actuando). No sólo en mí. Dos años antes del 15M escribí el “Despertar de la generación dormida”. Evidentemente no iba sobre eso, porque nadie podía saber que algo así iba a suceder. Pero sí sobre el descontento. La frustración ante un mundo que ofrece casi de todo y aboca a la infelicidad. A los pocos días de estallar escribí un artículo a página completa en el diario El Mundo en su sección de tribuna donde simplemente indicaba que para mí era lo más lógico del mundo que aquello hubiera pasado. No había sorpresa alguna.

Hoy escribo aquí que esto no ha acabado. No sé cuándo ni cómo. Pero la puerta se ha cerrado en falso. Y cuando las cosas se cierran en falso acaban saliendo por algún sitio. Normalmente con mucha más violencia.

Que el mundo está en plena convulsión es algo evidente. Ayer me topé con una manifestación que pedía directamente reducir la población mundial. El malthusianimos ha vuelto. La violencia verbal está en aumento. Y a la vez parece todo más calmado. Más dormido. Pero está latente.

Falta una chispa. Falta una amalgama que una. Ojalá, claro está, que ese cuestionamiento de la autoridad sea mucho más parecido a aquel que se dio hace 2.000 años que al que sucedió hace 100. Pero nadie sabe a ciencia cierta por dónde van a ir los tiros –ni el amor-. Espero que lo que triunfe sea lo segundo. Aunque me temo que no será así.

Guillermo Gómez Ferrer

http://espensamiento.com

Ir arriba