Alrededor de estas fechas se contaba la vieja historia del niño rico y el niño pobre. Al niño rico los Reyes Magos le habían traído un coche eléctrico. Al niño pobre, en cambio, los Magos sólo le dejaron unas
tristes boñigas.
Cuentan que, en un principio, el niño pobre se entristeció mucho, mientras el niño rico era dichoso poniendo en marcha su automóvil de juguete, pero hacia el mediodía, el niño rico comprobó que, de tanto hacerlo funcionar, al coche se le habían agotado las pilas y se había quedado inmóvil, lo que causó en su joven propietario una inagotable manantial de frustraciones, porque las tiendas estaban cerradas, y ni siquiera un potentado como su padre podía conseguir pilas en un día festivo.
El niño rico no sólo estaba desilusionado, sino enfadado, airado, y casi rabioso, por lo que se marchó al parque que había frente a su casa, donde se encontró con el niño pobre que iba alegremente silbando. “A ti ¿qué te han puesto los Reyes?”, le pregunto el frustado al alegre. Y el niño pobre, con una cara radiante, le respondió. “¡Me han traído un caballo! Lo que ocurre es que se ha escapado”.
La magia necesaria para la vida no la traen sólo los Reyes, sino que se encuentra en nuestro interior. Hay quienes poseen ingentes cantidades de esa rara substancia y la aplican a los acontecimientos de
cada día. La magia no puede cambiar la realidad, ni trastocar el azar, ni cambiar la suerte, pero posee el innegable poder de embellecer la realidad. Embellecer la realidad no significa trastocarla, ni cambiarla, sino transformar nuestra visión para que la botella esté medio llena y el caballo se nos haya escapado. El acontecimiento más divertido puede ser observado con racionalismo severo y convertirse en una ceremonia aburrida.
Por el contrario, de la liturgia más plúmbea podemos extraer visiones humorísticas. Y no es necesario esperar al día seis de enero, porque cada día que amanece es distinto e incluso nosotros somos diferentes, tanto como nos lo permita nuestra magia interior.