escraches y democracia

Los escraches y la democracia

En estos días –o estos tiempos- de convulsión política están siendo frecuentes los escraches y en nuestra ciudad, Valencia, ha habido uno muy singular: a la Honorable Vicepresidenta del Consell, Mónica Oltra. 

¿Por qué ha llamado tanto la atención este escrache? Obviamente porque su destinataria  ha sido una política progresista, de izquierda nacionalista, que ostenta un alto cargo (el cuarto entre las autoridades autonómicas, sólo detrás del Presidente de la Generalitat, el Delegado del Gobierno, el Presidente de Les Corts y la Presidenta del Tribunal Superior de Justicia). Pero la extrañeza no viene de su alto cargo –han sufrido escraches tremendos muchas otras titulares de altos cargos (la vicepresidenta del Gobierno de España, Soraya Sáez de Santamaría, o la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes)-, ni de que haya ocurrido en Valencia (donde sufrieron clamorosos escraches Rita Barberá y Esteban González Pons), sino de que sea una personalidad progresista y dirigente de Coaliciò Compromís y antigua militante del Partido Comunista del País Valenciano y de Esquerra Unida del País Valenciá. 

Los escraches, pues, parecen –y son habituales- cuando se dirigen contra los políticos y gobernantes del centro o del centroderecha, pero no se entienden, incluso generan escándalo, cuando la dirección del escrache es sentido político contrario. 

Esto en origen –en la Argentina de la postdictadura donde se origina la práctica- es explicable: las clases populares más desfavorecidas económica y culturalmente, no tienen más capacidad de respuesta política que salir a la calle a manifestar su descontento o su protesta gritando o golpeando cacerolas. Y para asegurarse de ser oídos, pues los medios de comunicación no les dan trascendencia, lo hacen delante de los domicilios o los puestos de trabajo o mando de los destinatarios. 

Pero, ahora, cuando los medios de comunicación se hacen eco de cualquier protesta y –sobre todo- cuando las redes sociales han roto el monopolio de la comunicación social y se ha producido una verdadera democratización de la opinión y de la información pública, es difícil de entender que tengan que acudir los ciudadanos al domicilio del político o del gobernante para hacerse oír. 

Parece que el escrache se ha convertido en una suerte de represalia personal contra el político en la esfera de su vida privada. Pero los tribunales han considerado que el escrache se mueve en el terreno de los derechos fundamentales a la libertad de expresión y de reunión pacífica y sin armas. Los únicos límites señalados en las varias sentencias ya recaídas han sido las agresiones, las amenazas, las coacciones, las pintadas y la destrucción de propiedad pública o privada. Como era lógico, pues constituyen por sí delitos –aunque leves en muchas ocasiones- de carácter autónomo, es decir, separadamente de que en conjunto constituyan un escrache. 

La verdad es que en una sociedad democrática avanzada y tecnológicamente desarrollada, la expresión de las discrepancias no parece que deba encauzarse por los escraches o análogas manifestaciones. Pero el caso es que están ahí, tolerados e incluso jaleados cuando se incardinan en una protesta de carácter progresista, supuestamente antisistema o izquierdista, rescoldo –indudablemente- de un romanticismo revolucionario de barricada y motín popular (en los civilizados términos actuales). 

Pues, ahora, después de haber consolidado una tolerancia social, incluso una práctica judicial benévola, con los escraches, es complicado establecer un juicio legal, ni siquiera social, contrario a ellos porque hayan cambiado de bando.  

Como nos recuerda un venerable aforismo jurídico romano: «qui sentire commodum, debet sentire incommodum» o en chulesco –pero muy claro- adagio zarzuelero “donde las dan, las toman”.    

Ir arriba