El hombre en el arrozal

Ahí lo tenéis, solo en medio del mar verde del arrozal. Los apartamentos del Perelló están llenos de turistas, las terrazas del Mareny andan cuajadas de chicas rebozadas en bronceador, las playas rebosan de sombrillas y las heladerías de la ruta que une El Saler con Cullera no dan abasto. Pero él, consciente y serio, profesional, se ha ido de buena mañana a su parcela, se ha calzado las zapatillas especiales y se da una ración de paseo, de al menos dos horas, en la que el pie se hunde en el fango hasta más arriba del tobillo.

Bajo el sombrero, el hombre del arrozal piensa a veces en cómo hacían estas cosas su padre y su abuelo. Se acuerda de los pantalones de rayadillo arromangados hasta la pantorrilla y de las alpargatas de esparto que gobernaba el dedo gordo. El agua tenía de todo, “sangoneres” para empezar. O sea las sanguijuelas de toda la vida, las que salían en la selva Birmania de “El puente sobre el río Kwait”, aunque estas, las de aquí, tuvieron otro cantor épico, don Vicente Blasco Ibáñez, el de “Cañas y barro”.

La cultura no se puede desligar del lago. La agricultura, como la pesca, es una modalidad de la cultura misma. Por esa razón la gente de la ciudad, o los no profesionales, se acercan al arrozal y al “mornell” con un respeto nuevo, con la admiración del que reconoce un modelo de actividad humana, respetable en su fragilidad, que pide el respeto de la cultura convencional.

 Hace unos días se celebró, en la Trilladora del Tocaio, en tierras húmedas del Palmar, un festival de cine y bellas artes dedicado al lago que llevaba por título “Amfibi”. Todas las especializades tenían cabida en este formato destinado a subrayar los valores de la laguna y la necesidad de respetar el medio ambiente. Ahora, para el 10 de agosto, ese día de San Llorenç tan prestigioso para los amigos de “la calor” el Jardin Botánico de Cullera, ubicado dentro del Parque Natural, va a celebrar un concierto de viento y metales a partir de las ocho de la tarde.

El hombre del arrozal tiene ojo clínico. Detecta el falso arroz, la mala hierba, y la arranca con soltura, sin dañar a las espigas entre las que ha crecido. El hombre del arrozal, con su chambergo viejo acaricia las plantas y les susurra, como aquél que dicen que les hablaba a los caballos. Por su porte, por la consistencia de los tallos, por el aspecto de una gama de verdes que empieza a amarillear, el hombre del arrozal sabe cuántas semanas faltan, qué posibilidades hay de que la espiga se encame más o menos y hasta sabe calcular el número de quilos que va a dar su parcela.

Cosme y Senén, “els benissants de la Pedra”, desde la veleta de su ermita, en la cima de la “Muntanyeta dels Sants”, se ocuparán de no dormir nunca, hasta que llegue la siega, para estar atentos a las tormentas que hay que espantar. Los turistas, que casi no saben de nada, los pobres, ignoran que a ellos se debe el milagro y a ellos hay que ir, como van los de Sueca a la Mare de Déu de la Salut, a dar gracias por tantos bienes recibidos. Los turistas, que van a la suya, lo que quieren es paella, o “arrós del senyoret”; pero lo ignoran casi todo de una tierra amable, generosa, que reclama muchísimo esfuerzo, donde se hace viable el grandioso espectáculo anual de las 15.000 hectáreas de arrozal valenciano.

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