Miquel Navarro y la gratitud

 

 

Fue entonces cuando me recomendó ir al fondo del todo, a la última sala de la Galería 1, la principal, que es la que el IVAM ha destinado a su obra. “Entra: t’agradará com ha quedat…”

La instalación deslumbra. Es una megaciudad. La Metrópolis de las pesadillas, la del cine, la de Supermán… La ciudad extensa y jerarquizada, la de los coches ordenados en líneas impecables, la de los ejércitos de casas y las divisiones de edificios clónicos que parecen avanzar en continua expansión y regresión. Obeliscos y tótems, señales que trepan y se proyectan para desafiar al cielo. Como en una Babel de otro planeta, la gran instalación invita a recorridos circulares, para ver cómo las avenidas se entrecruzan y los ejércitos amenazantes se multiplican.

Humilde y tímido, con su habitual camisola blanca, el artista se enfrenta a las cámaras. A Miquel Navarro se le tiene por escultor; y eso es lo que es… Aunque hay acuarelas en las que la soltura de su pincel asombra. Y “collages” imaginativos donde la serigrafía se une al gozo de las luces, las sombras, los objetos punzantes, los tubos y las insinuaciones. Bronce y aluminio, zinc, hierro y latón… y una pincelada tan sencilla y expresiva, tan hecha para ser leída de lejos, como la caligrafía japonesa.

Dos actitudes generosas se han cruzado. El artista ha hecho una donación enorme, de cientos de obras, al IVAM. Y el patronato de la institución, con Consuelo Ciscar al frente, ha dado el paso de dedicar el espacio central del gran Museo valenciano a la obra de un artista de la tierra que lleva más de cuarenta años trabajando con humildad y perseverancia. En lo suyo de siempre, como sin querer, sin rendirse ni dejarse seducir, hasta que se ha construido un reconocimiento nacional e internacional. Nacido en 1945, en Mislata, Navarro, desde el martes, tiene consagrada una sala estable en el IVAM. Porque desde ahora, los tres artistas “residentes” en la institución valenciana de Arte Moderno son Ignacio Pinazo, Julio González y Miquel Navarro.

El artista, como siempre, estaba entre sorprendido y aturdido. La consellera, los fotógrafos, el presidente, los invitados, la gente que saluda y felicita… Demasiado ruido, incluso demasiado afecto zalamero. Detrás de los lentes, de la poca facilidad para la retórica, de su doméstica expresión valenciana, Miquel Navarro creo que nunca ha dejado de ser el chaval travieso que empezó a deslumbrarse de sus propios atrevimientos en la Valencia formalista y rigurosa de 1968. El chico que no vendía pero que no claudicó; el que hacía terracotas que parecían simplistas construcciones infantiles y esculturas tan delgadas como un suspiro. Insectos, obeliscos, chimeneas, guerreros y megaciudades, este es Miquel Navarro.

Valencia, ya se sabe, arrastra desde hace siglos el mito de ser una ciudad desagradecida y adusta con sus hijos mejores. Valencia, según la leyenda, es más madrastra que madre. Y llegó a olvidarse de los triunfos de su Sorolla y su Benlliure. Sin embargo, no es verdad en absoluto: a trancas y barrancas, con más o menos retraso, la ciudad y sus instituciones han dejado de ser ingratas con sus artistas. En el caso de Navarro, además, la gratitud y el reconocimiento oficial que supone este encumbramiento en el IVAM lo que viene a hacer es confirmar el afecto y la simpatía que los valencianos profesan a su obra. Es una mutua relación que nació cuando su escultura fue popularmente bautizada como “La pantera rosa” y el propio artista fue el primer en acoger y aplaudir el nombre.

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