La crisis de Leonardo

 

 

Leonardo tiene cincuenta años. Desde los dieciséis años había trabajado. Oficios varios: electricista, carpintero, obrero, camarero… Unas veces le daban de alta en la Seguridad Social y otras no. Pero siempre tenía trabajo, porque tenía ganas y voluntad de trabajar. Pudo formar una familia, con dos hijos, y comprar una casa. Llevaba una vida normal en un pueblo cualquiera de nuestra Comunidad. Se levantaba con el sol, cogía su fiambrera, se despedía de su mujer e hijos y se iba al tajo hasta la tarde, ya cayendo el sol, que volvía a casa. De esa forma se iba desarrollando su vida. Ganaba para pagar todas las facturas, la hipoteca e incluso para ir de vez en cuando de vacaciones. Como en algunos empleos le daban de alta, poco a poco iba generando y consolidando sus derechos para que un día, ya no muy lejano, pudiera jubilarse, tras casi cincuenta años trabajando, y poder descansar, junto a su mujer, en la casa que tantos esfuerzos y sacrificios les había supuesto. Viendo salir y ponerse el sol desde su terraza y paseando con su mujer por el barrio, recibiendo a los nietos que algún día esperaba tener y jugando al chamelo con sus amigos en el bar de su calle.

Y así transcurría su vida día a día. Una vida normal, de un hombre normal y con una esperanza de futuro tranquilo normal. Hasta que llegó la crisis en el año 2008. Tenía Leonardo 45 años y venía trabajando en la construcción. Era, hasta ese momento, la primera actividad de nuestra sociedad. La que más empleo generaba. En la que todos los poderes públicos confiaban: para aumentar el PIB, para cobrar impuestos, para pagar tasas, para generar empleo, para aumentar las fortunas de los constructores y promotores, para garantizar los salarios de los trabajadores, para seguir cubriendo las reservas de la Seguridad Social. Hasta que llegó la crisis. La constructora para la que trabajaba Leonardo quebró porque el promotor no le pagó y ningún otro promotor le encargaba nuevas obras. Esto ocurrió porque ya nadie compraba pisos ni apartamentos, porque los precios eran inasequibles y porque los Bancos habían cortado el crédito.

A Leonardo y a sus compañeros los despidieron porque no tenían trabajo que ofrecerles. Primero el paro, luego el subsidio, hasta que se acabó. El dinero que recibía era insuficiente para mantener a su familia y pagar la hipoteca, que tantos años llevaba pagando.  Comenzó a impagar. A los tres meses el Banco ejecutó la hipoteca. Perdió el piso, se quedó con una deuda superior a lo que valía el piso en ese momento y, a los pocos meses, los desahuciaron de la que había sido su casa los últimos cuarenta años. Nadie hizo nada por evitarlo, ni el Ayuntamiento, ni la Diputación, ni la Comunidad, nadie.

Podían seguir comiendo gracias a sus familiares y a la ayuda de Cáritas. Su mujer enfermó. Fue a vivir a casa de sus padres, ya que enferma no podía vivir en la calle. Pero Leonardo no cabía en la pequeña casa de sus suegros, y sus hijos tampoco. Los hijos emigraron y Leonardo fue buscando trabajo primero por los pueblos cercanos, luego por las provincias cercanas. Sin resultado. Cuando podía pagarse un transporte iba a ver a su mujer. La mayoría de las veces no podía pagarlo y se encontraba a cuarenta o cincuenta kilómetros de donde ella estaba. Hasta que murió por la enfermedad.

Leonardo se quedó solo. En un rincón alejado de nuestra geografía, el más alejado posible de lo que había sido su barrio, su casa, su vida. Porque lo había perdido todo: mujer, casa y vida. Ahora vivía en una masía abandonada que un buen hombre de un pueblo cualquiera le había dejado. La masía no tenía luz, ni agua, ni compañía. Leonardo no tenía medios, no tenía comida, ni trabajo, ni dinero. Pero tenía la vida. Se acostumbró a levantarse con el sol y acostarse con la salida de la luna. Ya no necesitaba electricidad. Se acostumbró a coger agua de una fuente de la montaña. Ya no necesitaba agua potable. Plantó un pequeño huerto en la masía, en la montaña, con lechugas, tomates, patatas, guisantes. Estos alimentos y el pan que podía comprar con la limosna que recogía de la buena gente a la salida de misa, eran suficiente para que Leonardo pudiera subsistir. El y su perra: Lala. Sí, había perdido a su mujer y sus hijos habían tenido que partir lejos de su patria, de su hogar, de su padre. Pero la vida le había dado a Lala.

Lala era un cruce de pastora y podenco que una tarde, a la caída del sol, había llegado a la masía cedida en la que Leonardo consumía su vida. Era el atardecer, casi no había luz, él había encendido una hoguera para calentar unas lentejas con patatas y dos huesos de ternera que una vecina del pueblo le había dado. Lala se acercó a la casa. A unos veinte metros de donde él estaba se detuvo. Lo contempló, quieta, mirada atenta, orejas plantadas y rabo alerta. Sus ojos transmitían hambre, miedo y soledad. Leonardo se quedó mirándola y le tendió la mano abierta, con un hueso de ternera, el más jugoso, de los que se cocía en la lumbre. Lala se acercó, poco a poco. Lo miró, él se agachó, la acarició y ella comió de su mano mientras movía el rabo y él la acariciaba. Desde entonces vive con él en la masía y va con él a recibir limosna, porque Leonardo no pide, Leonardo pide trabajo, pero recibe limosna. Porque trabajo no hay pero sí buena gente que comparte su pan, sus lentejas y sus monedas.

Leonardo sabe que aunque haya trabajado toda la vida y pagado sus impuestos y pagado para tener una pensión, como ahora no trabaja y el Gobierno ha cambiado las leyes, no puede seguir cotizando y, por tanto, no tendrá pensión. Ha perdido a su mujer, a sus hijos, su casa, su trabajo y su pensión. El sistema para el que trabajó y en el que invirtió le ha fallado, le ha quitado todo. Pero todavía tiene la vida, la solidaridad de la gente, su huerto, la esperanza y a Lala. Sí, tiene a Lala, se la trajo la vida. El sistema, el Estado, le falló y le retiró su apoyo. Pero Leonardo sabe que Lala nunca le fallará y que siempre estará con él, hasta el final. Igual que él nunca falló al sistema, ni al Estado y nunca fallará a Lala.

La historia de Leonardo es la historia de millones de españoles que creyeron en una España, en unas ideas, en un sistema que les ha fallado. Estos españoles ya no creen en las ideas, en las ideologías, en las mentiras continúas de los políticos insolidarios, falsos y mezquinos. Pero siguen creyendo en la vida, en la solidaridad de los humildes, en la esperanza de un mundo mejor, de un cambio y renacer de la conciencia y, algunos de ellos, los más afortunados, además tienen a su Lala.

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