¿CUPO FISCAL? SÍ, PERO PARA TODOS

Cambio de imputado a «investigado»

El pasado viernes el Gobierno aprobó la remisión al Congreso de la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. La noticia es óptima.

Nuestra Justicia penal adolece de muchos males: demasiados delitos complejos con demasiados delincuentes bien pertrechados, un sistema procesal pensado para la delincuencia de hace siglo y medio –entre la que no se incluía ni la tremenda delincuencia económico financiera actual (o no se la perseguía), ni los instrumentos delictivos informáticos y electrónicos- y escasos jueces y fiscales para tanto megasumario y tanto pequeño delito con idéntica tramitación a los delitos más graves.

El Enjuiciamiento Civil se ha reformado grandemente en los últimos años –de hecho la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil es del año 2000 y ya se está tramitando una importante y modernizadora reforma de ella, pero el proceso penal o enjuiciamiento criminal seguía anclado en la Ley de 1882, con numerosas reformas parciales, pero siempre al socaire de decisiones del Tribunal Constitucional o del Tribunal Supremo que iban modelando el sistema para ajustarlo a la realidad social y a los imperativos de nuestra pertenencia al espacio judicial europeo y a los Convenios internacionales.

Por eso bienvenida sea la reforma sustancial de nuestro proceso penal. La verdad es que se está demorando demasiado –ha habido en los últimos años (2012, 2013 y 2014) varios anteproyectos muy acabados, que no han llegado a ver la luz –la luz verde de su remisión al Congreso- y hasta el viernes de la semana pasada.

Quizás se haya debido al temor de tocar en demasiada profundidad un sistema de enjuiciamiento criminal o procesal penal (sinónimos), que ha funcionado bien durante casi un siglo y medio, adaptándose a los grandes cambios, lo cual era señal de su modernidad y anticipación en el momento en el se dictó (lo cierto es que ha habido algunas cuestiones cuyo tratamiento original en 1882, hubo de ser recuperado tras la Constitución de 1978, pues se habían perdido algunas de sus garantías originales) y sigue sin solucionarse un debate científico-político que es el de la preeminencia del principio acusatorio o del principio inquisitivo (que en la práctica se traduce en la preeminencia del Juez o del Fiscal en la fase de investigación y de medidas cautelares).

Parece, no obstante que se ha llegado a un punto de decisión que lleva al despegue del nuevo texto procesal penal. Obviamente, tendrá una debatida tramitación parlamentaria y esperemos que un debate social importante.

Lo más importante de este proyecto son –dada la exasperante lentitud actual de los procesos penales-las medidas de agilización de la justicia. Hay varias muy interesantes, como el establecimiento de una duración máxima realista de los procesos –para que se cumpla de verdad y se terminen, en uno u otro sentido, los procesos dentro de esos plazos realistas (de seis o dieciocho meses, según la complejidad)-, visto que el vigente y absurdo plazo de un mes es una ficción que por lo inacatable no tiene vigencia alguna; o las restricciones a la acumulación de
procesos conexos que lleva a sumarios gigantescos ingobernables e intramitables, sino que –salvo excepciones- cada delito tendrá su proceso, sin quedar en el limbo por la acumulación con otros que van surgiendo y que lo hacen interminable.

También tienen mucha importancia las norma sobre la regulación de los medios de investigación relacionados con las relativamente nuevas tecnologías, materia en la que hay que conciliar la garantía de los derechos de los ciudadanos con la eficacia de la acción investigadora. Y una cuestión de gran trascendencia técnico procesal, y
en el fondo constitucional, es la reforma del sistema de recursos para garantizar la doble instancia sin incluir en este concepto el recurso de casación ante el Tribunal Supremo.

Pero, sin embargo, lo que más ha trascendido a la opinión pública y encabezado los titulares de los medios de comunicación es la desaparición de la figura del imputado, que se transforma en la del investigado –en los momentos iniciales e instructorios- y la del encausado –ya en la fase de juicio oral-, con lo que se busca, al parecer, dar más peso a la presunción de inocencia y evitar la negativa carga semántica que había acumulado el término “imputado”.

Como señalaba en un artículo en estas mismas páginas el pasado mes de enero, lo que había surgido como una garantía para el imputado –el derecho a defensa letrada, a no declarar, etcétera (grandes avances en el sistema decimonónico), había llegado a ser por la utilización del término en situaciones muy distintas y –sobre todo- por la exasperante lentitud de los procesos penales, una suerte de condena anticipada con toda la carga negativa reputacional de una sentencia condenatoria y una absoluta irrelevancia –dados los años transcurridos entre la imputación y el final del proceso- de una eventual sentencia absolutoria.

La cuestión había llegado a adquirir tintes trágicos en combinación con el actual fenómeno criminal y sociológico de la corrupción, que al mezclarse llevó a que la imputación conllevara automáticamente unos efectos negativos para el imputado más allá de los meramente reputacionales o limitativos de algunos de sus derechos (intervención de la correspondencia o de las comunicaciones telefónicas o electrónicas), truncando en ocasiones el desarrollo de una actividad profesional o empresarial.

Por eso, me parece acertado –y ya lo decía en mi anterior artículo- el poner algún coto normativo al efecto negativo de lo que, en principio, es sólo una garantía procesal. Obviamente no es lo mismo ser imputado como garantía en orden a proporcionar defensa jurídica a quien puede ser –en las primeras indagaciones- aparentemente responsable de un delito y tiene que tener desde ese momento todas las garantía, que ser imputado por una acusación formal del Ministerio Fiscal o de un perjudicado directo por un delito concreto y con la apreciación de la existencia de pruebas de cargo.

La solución no es –quizás- la óptima, pero es un primer paso y una aproximación al deseable equilibrio. Cuando se está en una fase inicial y no hay todavía un juicio provisional sobre la posible responsabilidad del sujeto pasivo del proceso (esta es, en realidad, la denominación técnica de la figura), previa una acusación formal de
un delito concreto y con una actividad probatoria de cierta acreditación, el sujeto pasivo tiene derecho –por supuesto- a todas las garantías (abogado, no declarar contra sí mismo, etcétera), pero se le ahorra esta calificación actualmente tan peyorativa y tan perjudicial de “imputado”.

Todavía veremos –hasta que el proyecto de Ley se apruebe y entre en vigor- muchas situaciones injustas por esta terminología que ha devenido en equívoca, pero, al menos, la solución está en marcha.

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