Conocer al prójimo

Nota indignada 1: en España no existe la presunción de inocencia; entre las tertulias, los cotilleos y la prensa y hasta los propios jueces, una persona es condenada sin necesidad de juicio. Véase el caso del asesinato de Rocío Wanninkhof. La mala de la película, Dolores Vázquez, fue perseguida, condenada, maltratada porque una serie de circunstancias parecían encajar con un retrato robot del asesino. No lo era. ¿Quién le pide perdón y le devuelve su vida?  

Nota indignada 2: ¿cómo  puede el presidente del gobierno decir que la corrupción no es para tanto? Se diría que no se entera de mucho o que niega la evidencia para no desmoralizar al personal. España es un país corrupto. Y los españoles deberíamos ponerle remedio de una vez.  

Nota indignada 3: ¿Hasta cuándo se va a permitir que una compañía   como Ryanair campe por los aeropuertos españoles haciendo caso omiso de la legislación y de los derechos de los pasajeros? Da la impresión de que los gobiernos españoles, muy serios con sus ciudadanos, están siempre dispuestos a bajar la cabeza frente a la prepotencia. ¿Qué tal las cesiones que se anuncian ante Eurovegas?

 

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Y ahora tenemos a Snowden, el interino de la CIA que ha levantado una polvareda explicando cómo los servicios de espionaje americanos nos tienen vigilados a todos. Da igual que para que la policía normal pueda oír nuestras conversaciones telefónicas, aquí y en Estados Unidos, necesiten la autorización de un juez.  Pues la CIA y similares están por encima de la ley y su misión de escucha es más sagrada que el parchís. Ellos defienden los sistemas democráticos de los asaltos de los terroristas. Ahí es nada.

Las preguntas son tres: ¿cómo ha podido torcerse tanto el concepto de los derechos individuales en una democracia para permitir tan descarado asalto?; ¿Es Wikileaks lo mismo y son iguales sus consecuencias?; y ¿qué van a hacer nuestros valientes representantes democráticamente elegidos? Hay una cuarta, pero no la contestaré porque es difícil de resolver: ¿cuándo se convirtió la legítima misión de defender al ciudadano en ilegítima misión de sospechar de él?

La respuesta a la primera es “histeria”; a la segunda , “no” y “no”; a la tercera, “nada”.

El ataque a las Torres Gemelas desató una ola de histeria nacida de la repentina conciencia de vulnerabilidad de un país hasta entonces a salvo de terrorismo y acciones armadas hostiles. La reacción a la sorpresa fue intentar aislarse de un mundo en el que es imposible aislarse.  En vista de lo cual, el gobierno de Washington quiso hacer de Estados Unidos una fortaleza impenetrable. Cosa que tampoco es, como queda demostrado con el caso del maratón de Boston.

El viejo mecanismo de impedir secuestros de aviones a base de instalar máquinas que pitan cuando les pasa por debajo algo metálico sirvió de poco si no era para darle la lata a los pasajeros. Puede que sea eficaz para impedir secuestros pero ciertamente no lo es como método  para establecer un cordón sanitario alrededor de todo un país.

Con el tiempo y la complicidad de un montón de gobiernos, la cosa se fue complicando hasta convertirse en un asalto contra el individuo. Primero hubo que pasar por arcos electrónicos que pitaban continuamente y para que a uno le franquearan el paso, era preciso quitarse los zapatos, el cinturón, la chaqueta, las monedas, el reloj; quedaba prohibido llevar botellines de agua o colonias de más de 100 miligramos y los ordenadores debían ser abiertos y pasados por la maquinita en bandeja separada. Pero no fue suficiente: todo viajero que llegaba a los USA era un enemigo. Los pasaportes se convirtieron en documentos de gran complejidad, los visados, difíciles de conseguir, y finalmente se introdujo un sistema de rayos X para verle al viajero hasta las entretelas. ¿Qué más asalto a la libertad individual? Todas estas cosas para que al final dos muchachos musulmanes de Chechenia, ya denunciados e investigados por la seguridad rusa (la CIA no hizo caso porque, ya se sabe, el espionaje ruso se dedica a engañar a los americanos para hacerlos rabiar), recién regresados a Boston, pusieran sendas bombas de fabricación casera. ¿Suficiente? No. Las transacciones financieras debían comunicarse a las autoridades, igual que todos los datos de que disponen  los gobiernos de cada viajero.

 ¿Suficiente? No. Intervienen la CIA y sus colegas y se ponen a escuchar las conversaciones de la gente y a espiarla.  Me avergüenza tener que reseñar que no todos los gobiernos ni los medios de comunicación se han escandalizado con esta última bazofia de quienes dicen ser nuestros defensores, los que en aras de la libertad democrática son capaces de ir a la guerra con tal de  protegernos. Hace unas semanas pudimos ver en la televisión una película, “Enemigo público”, en la que, para defender “la verdadera libertad”, un grupo de agentes de la NSA se dedica a espiar a todo americano de cierta relevancia (e incluso a matar a los que estorban). Bastante inverosímil. ¿Inverosímil? Lo ocurrido en estos días presta verosimilitud al film. Es más, uno de los protagonistas asegura que debajo del Pentágono hay una sala con un enorme banco de ordenadores que escuchan todas las conversaciones telefónicas que ocurren en Estados Unidos: cada vez que alguien cita algunas palabras clave, como presidente, Al Qaeda, musulmanes, bombas, droga, el ordenador se pone a investigar motu proprio y no deja baldosa sin levantar (como dicen los ingleses).

Todo esto me parecía un disparate impensable y realmente paranoico. Pues, qué quieren que les diga, me empieza a parecer creíble. Palidece el Gran Hermano de la novela de Orwell.

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