Mare Nostrum, Un mundo difuso para una agricultura en riesgo

Constitución cuestionada

Hoy celebramos la festividad de la Patrona de España, la Inmaculada Concepción, cuya tradición asciende hasta el reinado visigodo de Wamba, titulado por el Concilio de Toledo allá por el año 675 de Nuestro Señor, como «Defensor de la Purísima Concepción de María». Devoción que siguieron muchos monarcas hispanos, como nuestro Jaime I El Conquistador, el Emperador Carlos I o su hijo Felipe II. Un patronazgo que se remonta hasta 1644, cuando Carlos III la declaró patrona de sus Estados.

Una protección que el pueblo español a lo largo de los siglos ha demandado para proteger a esta nación, según reza en su himno. Protección que ahora más que nunca recobra especial significado al ponerse en cuestión todo el sistema, todo aquello que nos ha permitido construir una nación moderna a partir de la Constitución de 1978, en el mayor ejercicio de generosidad de aquellos que la hicieron posible para poder superar un pasado marcado por el enfrentamiento, el odio y la venganza.

Son tiempos convulsos en los que la inanición intelectual de una sociedad enferma busca culpables a los que cargar con la responsabilidad de sus males. Unos males mayoritariamente consecuencia de la propia hipocresía y una envidia malsana, la propia gangrena del alma española que detallaba Unamuno. Males que ahora se centran en superar el Texto del 78 desde los pesebres intelectuales de la izquierda, los mismos que han impedido su desarrollo pleno y que olvidan del gran papel vertebrador que ha jugado nuestra Carta Magna heredera de una convulsa tradición constitucional desde el siglo XIX.

Nuestra Constitución ha permitido que los españoles pudieran sentirse representados y amparados, estableciendo un marco donde las Libertades y los Derechos de cada español encontraran su acomodo, permitiendo la mayor descentralización política de nuestra historia, garantizando una estabilidad política e institucional sin precedentes y forjando una cohesión social como nunca se había conseguido, con una clara vocación europeísta y un espíritu internacional que nos ha permitido disfrutar de los años de mayor progreso de nuestra historia reciente.

La cuestión no está en hacer borrón y cuenta nueva para relegitimar el Texto constitucional por aquellos que dicen no sentirse representados, sino en perfeccionar y desarrollar desde la lógica regeneracionista y con voluntad de negociación la Carta Magna. La crisis política que nos sacude es aún más grave que le económica, al generar una desafección hacia el sistema institucional agravada por una sensación generalizada de corrupción. Por ello su revisión debe contar con el consenso y la voluntad política necesarios para situarnos en el horizonte de las próximas décadas y generar ese marco de estabilidad y progreso que nos haga crecer como sociedad. Porque las Leyes se pueden cambiar, pero no violentarlas.

La crisis de legitimidad y la vorágine demoscópica están propiciando una precipitación peligrosa. La apuesta de algunos por llegar a un nihilismo constitucional aprovechando la crisis de la representación política y sus correspondientes sistemas electorales, no puede conseguir su objetivo de seguir manipulando o controlando el proceso representativo por los partidos políticos, socavando así los cimientos del Estado, su organización y funcionamiento. No se puede relativizar la Constitución al albur de los partidos políticos para generar una partidocracia. Y esta cuestión es difuminada por los apóstoles del socialismo del siglo XXI, el mejor exponente del nuevo absolutismo ideológico.

No se puede acometer esta Magna tarea sin tener muy claro hacía donde queremos ir, sin experimentos ni ocurrencias, para poder superar el problema de la cultura de la legalidad, esa falta de compromiso moral con las leyes que desarrollaba Kholberg y que deben ayudarnos a transformar la cultura cívica.

Debemos generar un debate que no ponga en cuestión todo aquello bueno que el Texto constitucional nos ha proporcionado. Una revisión de todo aquello que está generando incertidumbres y que socava ese concepto formal heredero del pensamiento liberal, para afirmar la autonomía y libertad del individuo frente al Estado.

Populismos y nacionalismos cuestionan la obra Magna de la Transición buscando un nuevo proceso constituyente que les legitime. Es hora de acometer una segunda Transición para empoderar a ese demos que necesita sentirse realmente protagonista de la acción política. Un nuevo demos que no quiere sentirse arrastrado, ni forzado por los nuevos profetas de la democracia. Para ello, en palabras de Ortega, no hay nada como la Política. Política que significa una acción sobre la voluntad indeterminada del pueblo, no sobre sus músculos, una educación, no una imposición. No se trata de dar leyes, es dar ideales.

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