Del Obamacare al Obamagate

Suele afirmarse que quienes nos negamos a votar para escoger entre los distintos candidatos a carcelero somos una especie de parias sociales que carecemos de legitimidad alguna para protestar luego contra los atropellos que cometan los gobernantes de turno: “si ni siquiera te dignaste a participar en unas elecciones democráticas, ¿cómo patalear por sus resultados?”. Acaso el problema sea no percibir que no votar es una sana aplicación del muy liberal principio norquista del Leave us Alone –“dejadnos en paz”– ante una casta política caracterizada, toda ella, por querer intervenir en nuestras vidas de muy variadas maneras.

Con el estallido del Obamagate, el espionaje masivo de ciudadanos estadounidenses y no estadounidenses que ha dejado a Richard Nixon a la altura de un autócrata aficionado, vuelve a comprobarse no solo aquello que es archisabido –que los políticos mienten– sino aquello que  debería comenzar a archisaberse: nunca se puede confiar en un político cuyo propósito sea el de mantener o incrementa su poder a través de consolidar y cebar nuestros sobredimensionados Estados… por muy bienintencionado que ese político pueda parecernos. Justamente, en eso consiste la propaganda: en engañar a todo el mundo para camuflar tus verdaderas intenciones. Convendría atender más a los hechos y no tanto a las palabras: si un político demuestra en sus hechos que desea incrementar el tamaño y las competencias del Estado, desconfíen de él, pues se trata de una persona predispuesta a reprimir sus libertades.

Y a día de hoy esos hechos políticos son elocuentes: todos los gobernantes son partidarios de mantener y acrecentar su mastodóntico Estado. Lejos, por consiguiente, de reprochar a los abstencionistas de que protesten por el recorte de sus libertades sin haber votado, tal vez deberíamos hacer tal como sugiere Thomas Sowell: reprochar a los votantes de partidos estatistas el que luego protesten cuando sus mandatarios reprimen nuestras libertades de un modo que no les agrada. O en palabras del economista estadounidense: “Si has estado votando por políticos que han prometido darte cosas a costa de otros, no tienes derecho a quejarte cuando cojan tu dinero y se lo den a otro, incluyendo a ellos mismos”.

Si no limitamos la máxima anterior a lo meramente crematístico, el principio es claro: si usted vota por opciones políticas que propugnan una restricción de las libertades ajenas (Obamacare, por ejemplo), no proteste cuando luego le repriman la suya en un sentido que no le agrada (Obamagate, por ejemplo). Y, al contrario, si se niega a apoyar cualquiera de los deficiente menús precocinados que le ofertan cada cuatro años (o, como mucho, escoge con la nariz tapada a aquellos que expresamente prometen someter a dieta a nuestro desbocado Leviatán), tenga la tranquilidad de no sentirse cómplice ni de las represiones que practican los unos ni de las que practican los otros. El problema no son tanto los abstencionistas cuanto los votantes que idolatran ciegamente el estatismo radical.

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