El problema de Rodríguez Zapatero no es sólo que no tenga nada que hacer —que no lo tiene—, sino que además no sabe cómo hacerlo. Por eso, el hombre se apunta a un bombardeo.
A otros ex jefes de Gobierno les ofrecen substanciosas conferencias aquí, allá y acullá para que compartan experiencias y conocimientos, lo que no sucede en el caso que nos ocupa. Al parecer, el mundo considera que Zapatero no sabe nada que merezca ser conocido.
De ahí las escasas y poco airosas apariciones públicas de nuestro hombre. Hace poco fue la inesperada visita a un Raúl Castro en espera de jubilación forzosa. Últimamente, su presencia en una reunión internacional en el Sahara, para mayor gloria del régimen de Mohamed VI y el atónito cabreo del Gobierno español, de su propio partido y de toda la comunidad internacional en desacuerdo con la pretendida anexión marroquí.
No es mucha actividad pública, no, pero es la que hay. Tampoco puede acusársele de incoherencia a nuestro ex Presidente, ya que cuando estuvo en ejercicio también fue contradiciéndose sobre la marcha, consiguiendo enfadar a propios y extraños para acabar siendo olvidado por todos.
Al menos, dada su inanidad, a Rodríguez Zapatero no hay que reprocharle corrupciones, malversaciones y otras prácticas irregulares. Si hubiese sido un sinvergüenza, habría hecho como el alemán Gerhard Schröder, quien tras conceder el monopolio de gas durante su mandato a los rusos, ha acabado con un puestazo y un sueldo a tono en Gazprom.
Claro que hasta para ser un bribón y un tunante hay que tener cualidades que, al parecer, no adornan precisamente a nuestro protagonista.