Ni angelitos ni demonios

Cada día se oyen maldiciones contra los políticos. Yo las escucho de gente de todo tipo, es decir,  de izquierdas, de derechas y mediopensionistas. Si en algo están de acuerdo es en culpar a los políticos de la crisis. “Esto se veía venir. Mira lo que han hecho”, dicen. Y entonces sacan la lista de los despilfarros, que es como la lista de la compra que hace un nuevo rico. O sea, póngame de todo y siempre lo más caro y ostentoso.

Ojalá fuera tan simple. Y ojalá se hubiera espabilado antes respecto a lo que se hace y se deja de hacer con el dinero público. Pero no nos hemos ahogado por el peso muerto del despilfarro, aunque sea lo más visible. Es verdad que nuestra “década prodigiosa” trajo esas obras faraónicas, esos aeropuertos donde no vuelan ni las moscas, esa miríada de organismos públicos, tal sobredosis de museos y polideportivos,  tantas prestaciones y subvenciones y el resto de ítems de la lista del derroche.  

Cierto  que las administraciones, que ingresaron como nunca, gastaron a menos llenas. Cierto que, una vez en crisis, todo ello representa un lastre que dificulta la salida a la superficie. Sin embargo,  la prodigalidad de los políticos, con ser mala,  no ha sido la causa del hundimiento.  Basta echar un vistazo a cómo estaban nuestras cuentas públicas hasta 2007, último año de la bonanza económica.

El conjunto de las administraciones cerró aquel ejercicio con superávit,  la deuda pública era muy moderada y la prima de riesgo, una desconocida. Dos años después, ya se sabe, teníamos un déficit de mil pares de narices, la deuda empezó a engordar y supimos de aquella prima.

Para encontrar el material explosivo hay que observar cómo subió, en los años del “milagro económico”, el endeudamiento privado. Durante tres décadas, la deuda  de empresas y familias se mantuvo estable en el entorno del 60 y el 65 por ciento del PIB. Pero a mediados de los noventa, el crédito se lanzó a una subida imparable y llegó a la estratosfera del 177 por ciento del PIB en 2009.  

Ese es un retrato, en frías cifras, de la gran fiesta inmobiliaria que nos corrimos en España (como en otros países). Y no está de más decir que, en nuestro caso,  el dinero para la fiesta lo pusieron, mayormente, bancos alemanes y holandeses. Fue uno de los efectos  burbujeantes del euro. Ahora, acérquese a ese polvorín la chispa de las subprime y ya tenemos el incendio.

El despilfarro, al igual que la corrupción,  son lacras a combatir. De eso no cabe duda. Pero hay que reconocer que cuando íbamos como una moto, muy pocos se preocupaban por esos vicios. Es más, creo que nadie hubiera votado a un político que prometiera cerrar los dos grifos: el del gasto y el del crédito (si es que podía). Recuérdese que el político ni es criatura de otra galaxia ni es ajeno al sentir del público.

España, como indican desde hace años los sondeos,  es uno de los países europeos donde menos interesa la política. Se vota mucho, sí, pero dónde no hay interés, suele fallar el control. Esto facilita que tengan éxito el demagogo y el populista y que se pase, pendularmente,  de ver al político como angelito benefactor a verlo como la encarnación del Mal. Por ese extremo andamos ahora, y conste que es tan absurdo como el otro.

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