Ojalá revientes

 

La delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, tuvo un grave accidente de moto hace unos días y las redes sociales se llenaron de mensajes deseándole no un pronto restablecimiento, sino lo peor. “Tres hurras por su accidente”, cantaba uno. “Ojalá se quede tetrapléjica”, pedía otro. “Ahí se joda bien jodida la Cifuentes”, escribía una Virginia R., que por lo demás,  será una persona normal, con su corazoncito y sus buenos sentimientos. Igualito que el resto,  como el que ponía: “Qué pena lo del accidente de Cristina Cifuentes. Pena que no se haya matado”. Exactamente igual que éste que lamentaba:”Lástima, esperaba oír que había reventado la zorra”. Dicho lo cual, y ha sido sólo una muestra,  se quedaron tan frescos y, seguro, muy satisfechos de sí mismos.

Habrá quien piense, no sin parte de razón, que tanta mala baba sólo la excita la política. Cifuentes es delegada del Gobierno en la capital y ha tenido que lidiar con no pocas algaradas, es decir, ha enviado a los antidisturbios a disolverlas, cosa que le ha valido la enemiga de los  jaleados “movimientos sociales”: 15-M,   “asalta el Congreso”, los de Colau y tantos más. Cuantos creen que la calle es suya -como antaño Fraga- y que mantener el orden público es represión dictatorial, tienen por  Cifuentes ese odio visceral que brota en el yermo totalitario.

El odio del fanático político siempre está ahí, en su sitio, pero se esponja con el abono que prestan gentes más respetadas que respetables. En nuestro caso, los que desde tribunas políticas, mediáticas y judiciales justificaron los “escraches” contra políticos del PP;  fueron comprensivos con los intentos de  asalto o rodeo del Parlamento; y vieron con ojos benévolos la violencia de los manifestantes, mientras reservaban su condena para la actuación de la fuerza pública. Si el fanático, que de por sí cree estar en posesión exclusiva de la razón, dispone de padrinos que le dan palmaditas, sacará a la luz todo lo que lleva dentro sin ningún tipo de complejo ni vergüenza.

Pocas veces asistimos a la expresión salvaje del odio político, salvo naturalmente en el caso del terrorismo. Tras los asesinatos de ETA afloraba en formas de celebración que repugnaban a cualquiera menos a los partidarios y, claro, a los que recogían las nueces. Aquello de “ETA, mátalo” reverbera en esos mensajes en los que se desea que muera Cifuentes. Aunque el episodio contemporáneo más notorio de alegría por la muerte de otros seres humanos se vivió en 2001 tras los ataques del 11-S. “Se lo merecían porque eran americanos”, era el equivalente al trending topic que circuló hace doce años.

La diferencia es que entonces no teníamos Twitter ni Facebook, útiles herramientas que incitan a tantos a hacer pública la primera barbaridad que se les pasa por la cabeza. Es como si excitaran un narcisismo invertido. Probablemente,  los que deseaban la muerte de Cifuentes se regodean viéndose en el espejo de sus mensajes y se sienten dignos de aplauso. Y no faltan quienes se lo tributan: los que son como ellos. De ahí el efecto multiplicador. Las redes sociales, contra lo que sugiere su nombre, permiten crear comunidades cerradas. Lugares donde el fanático solitario encuentra a la manada. Su manada: su secta.

Dicho esto, no se piense que estos festivales de odio los procura sólo, ni siquiera preferentemente, la política. Surgen en una comunidad de vecinos, en un pueblo, en una barriada, en una oficina, incluso en una familia. Pero en el ámbito privado no escandaliza la expresión del odio tanto como en el espacio público. Ahí la sociedad ejerce, afortunadamente, como inhibidor de los peores rasgos. Logra que, al menos, se disimule. El que es un mal bicho, procura que no se le note. Esta regla se rompe, sin embargo, en el escaparate de Internet, dónde el mal bicho se expone sin rebozo. Es un espectáculo desagradable, pero  realista y quizá necesario: No deja que olvidemos el lado oscuro.

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