¿Podemos vivir sin partidos políticos?

La democracia representativa se soporta en la confianza. Los ciudadanos, al elegir a sus representantes, establecen un pacto confiando en que cumplirán sus promesas electorales. En las siguientes elecciones, pueden optar por revalidar su confianza o por castigarles con la abstención o votando a otro partido. Si la desafección abarca a la totalidad de la oferta política nos encontramos ante un dilema democrático que puede materializarse en un rechazo a la participación, a la espera de que surjan nuevos partidos o a que se perciba una regeneración de los existentes.

La crisis española se produce por la ruptura del pacto de confianza. Abarca a todas las instituciones sin exclusión. No es sólo una crisis económica. La sociedad no confía en la Monarquía ni en los partidos ni en los sindicatos. Ni en el Banco de España; no confía en las asociaciones empresariales, ni en los compromisos de la Banca. Es una sociedad huérfana de unas instituciones imprescindibles para la vida democrática. La única esperanza visible es en la Justicia si se confirma la voluntad de muchos jueces de ser implacables con la corrupción. Tranquilizan algunas de sus decisiones, pero inquieta que este alivio no lo dirijan funcionarios elegidos por el pueblo.

Todos los datos indican que nos encontramos al final de un ciclo de entender la representación política. En la sociedad de la tecnología, con instrumentos de mediación inimaginables hace tan solo unos pocos años, los ciudadanos sienten la lejanía y el desapego de sus representantes. Los partidos también ejercen esa disociación. Gobernados por unas elites cerradas, los militantes no encuentran espacios para el control de sus líderes. Y no tienen protagonismo para el trabajo político a no ser que sean ungidos en un cargo institucional. Para ello tienen que ser admitidos desde la incondicional por la camarilla que les acepta como respaldo de su posición de poder. Lealtad a las personas y muy poca a las ideas; un fenómeno demasiado frecuente.

Los sindicatos atraviesan también un momento oscuro. Presos de una incapacidad transformadora, no tienen instrumentos que garanticen el apoyo y el control de sus afiliados.

La democracia está sufriendo una terrible erosión frente a la pasividad de quienes, desde la cima de las instituciones, tienen la obligación de promover una gran regeneración democrática. Necesitamos renovar la naturaleza y los instrumentos de la representatividad.

La manifestación de esta crisis se produce con la confesión y la evidencia de que los representantes no tienen autonomía para cumplir sus promesas. La sentencia de Mariano Rajoy, referida al cumplimiento de las directrices europeas, es demoledora. No ha cumplido sus compromisos electorales, hechos desde el conocimiento de la situación española, pero se jacta de haber cumplido con su deber.

El cumplimiento del deber es la mayor de las evocaciones subjetivas. Solo quien lo invoca es capaz de definir ese deber; un agujero negro que permite cualquier decisión sin control democrático. El cumplimiento del deber, cualquiera sea el coste, dibuja una peligrosa senda en la que el contrato electoral queda reducido a una anécdota.

No podemos vivir sin partidos, pero no podemos vivir con estos partidos. Esta encrucijada solo se puede saldar con una profunda regeneración democrática o con la constitución de nuevas formaciones políticas capaces de ganarse la confianza de los ciudadanos.

Las reglas de juego de la democracia hacen extraordinariamente difícil el nacimiento de nuevos partidos. Los mecanismos de financiación, el acceso a medios de comunicación y las leyes electorales son un filtro casi inaccesible para quienes quieran organizar una nueva formación.

El peligro es la eclosión de populismos que dinamiten este sistema de partidos y lleguen a generar un vació democrático ocupado por tecnócratas o aventureros. No hay más que ver el aumento de los populismos en el mapa europeo para percatarse de que la amenaza es real y está cerca.

Falta mucho para las próximas elecciones. Serán al Parlamento Europeo, en mayo del año que viene. La naturaleza de estos comicios propicia un castigo a los partidos existentes y el voto hacia nuevas formulaciones.

Los actuales dirigentes políticos ni siquiera son conscientes de la desafección que padecen; o por los menos no dan signos de intentar una verdadera regeneración. Esa pasividad viene determinada por la ecuación obligatoria a toda renovación profunda. Pérdida de privilegios y de control de las oligarquías de los partidlos y apertura de vectores democráticos para sus dirigentes. El panorama no da para muchas esperanzas.

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