¿Primavera o invierno?

 

¡Qué cosas! ¡Cómo pasa el tiempo! Y es que ya hace casi tres años que anduve en varias tertulias televisivas a propósito de la que entonces era una incipiente “Primavera árabe”, así llamada por unos incidentes que comenzaron en Túnez, y que para muchos bienpensantes suponía el comienzo de la democratización de los países del Mediterráneo Sur. La euforia era generalizada entre los contertulios de radios y televisiones y, como quiera que yo me manifestaba profundamente escéptico, me invitaban como “rara avis” a diversos debates en los que yo quedaba como el agorero, pesimista, cuando no como alguien predispuesto en contra de la cultura islámica. De esa postura mía solitaria hay pruebas en “You Tube” o en publicaciones que he suscrito.

La verdad era muy distinta. Humildemente me considero una persona muy interesada por el Islam, en sus ámbitos religioso y culturales, y algunas lecturas he acumulado al respecto. Por ello mismo, para mí el movimiento que se iba produciendo en los países del Norte de África, o Mediterráneo Sur si se prefiere, era antropológicamente muy interesante, pero el fallo final había de esperar hasta comprobar cómo se desarrollaban los acontecimientos. Ciertamente, iban cayendo regímenes autocráticos en Túnez, Libia, luego Egipto, y mis contertulios veían en esa debacle el origen de un paraíso democrático. Sin embargo, lo que caía era un conjunto de sistemas –ciertamente autoritarios- pero prooccidentales o sostenidos por Occidente, más bien laicistas en la comprensión islámica, pero el horizonte no era una generalización de democracias al uso europeo (¿cuándo dejaremos de observar al mundo con nuestros anteojos limitados?), sino la reivindicación generalizada de una vuelta a las fuentes primarias del Islam. El último y más grave ejemplo es Egipto.

La democracia al uso occidental, que nosotros consideramos con razón como el mejor sistema de gobierno, no es exportable sin más, sino que requiere un “humus” filosófico y sociológico previo que en nuestro caso es fruto de una evolución mental desarrollada a lo largo de más de trescientos años. Occidente vivió un proceso de Ilustración, iniciado por Kant y seguido por muchos autores, prosiguió con la Enciclopedia y las Luces, todo lo cual produjo una relación conflictiva, pero en el siglo XX al fin armónica, entre razón y fe.

Nos costó bastante, pues la Inquisición en España fue abolida definitivamente en el primer tercio del siglo XIX, pero al fin y a la postre dimos con un sistema de convivencia en el que eran asumibles diversas creencias, ideologías y pareceres entre los ciudadanos que constituían una misma Nación. Lo cual implicaba considerar la fe religiosa como una experiencia de la intimidad, aunque hubiera de tener expresión exterior ordenada, una vivencia transmisible, pero no susceptible de imposición, en definitiva una fenomenología personal derivada de la conciencia de la propia libertad, y de la libertad de los otros, ambas –libertad individual y libertad del otro- consecuencia de una visión trascendente de un Dios que ha hecho libres a todos, libres incluso para oponerse al propio plan divino.

Las teologías católica y luterana del siglo XX se han desenvuelto por ese esquema de pensamiento y, como consecuencia, la diversidad de creencias y el respeto a todas ellas ha entrado a formar parte consustancial de nuestra cultura social, incluso entre los no creyentes. Esa experiencia intelectual no se ha producido en el Islam, donde sigue prevaliendo la tesis de que sólo la verdad tiene derechos sociales. Y verdad sólo hay una, por lo cual la tolerancia no es una virtud, sino una execrable herejía.

Vicente L. Navarro de Luján

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