Un Valencia sensato

Me retan, me están pinchando. Gente que dice que me quiere me estimula y achucha para que escriba del Valencia Club de Fútbol. Con la pretensión de que hurgue y hiera. De que intente al menos tocar fibras sensibles en un ambiente, el del fútbol, donde hace muchos años que el realismo se esfumó a manos del disparate. Pero no es que no quiera picar; es que por lo que voy viendo, el Valencia, ahora, está en manos de gente que parece bastante razonable.

Mis maestros en el periodismo, hace de esto muchísimos años, me aconsejaron que, a la hora de escribir columnas de opinión, eludiera hablar –o fuera particularmente mirado al hacerlo– de las gentes de uniforme. “Los curas, la religión en general, es un campo lleno de minas”, me decían en los últimos años sesenta. “Anda con tiento si hablas de militares, jueces o policías; los colectivos de uniforme son siempre territorios delicados”, aconsejaban con cautela, después de haber sufrido muchos palos. De modo que, por si acaso, siempre apliqué mucho tacto incluso cuando hablaba de gentes que se ponen uniforme gremial solo una vez al año, como los catedráticos y rectores…

Mi cautela con el fútbol es una secuela más de mi lejano aprendizaje. Los árbitros llevan uniforme y los jugadores de fútbol no hay que decir. Pero es que hoy en día incluso veo que el público acude a los estadios uniformado de casa. No hay –o me parece a mí– aficionados a ver fútbol, sino entusiastas furibundos de un equipo: el suyo. Que muchas veces convierten en una pertenencia, y que les trata como feligreses de una secta. A ella se deben, ella controla sus emociones e instintos, en ella fían las ilusiones y frustraciones de una vida que, por lo general, y esa es la clave, me parece a mí, ofrece hoy en día –sobre todo a los jóvenes– poquísimas ilusiones y una realidad bastante desagradable.

“Meterse” con el fútbol, como hacerlo con cualquier colectivo uniformado que “siente los colores” como un elemento esencial de la vida, es delicado. Reflexionar sobre “las otras” cosas que hay en la vida más allá del fútbol, no parece práctico. Decir que todo la que se monta en torno al fútbol es hiperbólico y frívolo, no compensa. Achacar a los medios informativos manipulación constante, no es nuevo. Y es injusto hablar de la desviación de los furibundos, porque lo mismo les pasa a los “muy forofos” de la ópera, la numismática o la bicicleta de montaña… Creen que “lo suyo” es “lo único”. De modo que el único flanco que se ve disponible para la crítica es el de la sensatez y la austeridad que moralmente reclaman las grandes deudas que en estos momentos tienen muchos clubs –el Valencia, desde luego– con Hacienda o con la Seguridad Social.

Pero he aquí que el Estado es también muy cauteloso con el fútbol a la hora de cobrar. Si quisiera, Hacienda ponía en aprietos a los grandes, pequeños y medianos protagonistas de la Liga levantando el teléfono. Pero no lo hace. ¿De modo que quién seré yo para hacerlo? ¿Por qué yo debo incomodar cuando en el Estado ve que irritar a ese gremio no es, precisamente, lo que la paz social requiere?

Aun así, debo reconocer que el Valencia CF de 2013, el que aborda el inicio de esta Liga, está dando, frente al de tiempos pasados, bastantes muestras de sensatez. Nada sé del señor Salvo, pero se me figura mucho menos engolado, pretencioso y superficial que sus predecesores de los “viejos tiempos de la burbuja”. El Valencia y su afición, como los valencianos en general, recuerdan con pavor la época del vocinglero Paco Roig o la del inquietante Juan Solar, digo Soler, que trajo como resultado, hasta llegar a Llorente, la ruina insalvable en la que nada el Club de Mestalla.

Frente a aquella loquinaria, Aurelio Martínez se ha movido con sensatez; Amadeo Salvo parece un hombre juicioso y en las últimas semanas se ha desarrollado una política de modestia y buen hacer destinada a vender con beneficio y comprar barato. Algo que el público ha entendido y que cuadra con un tiempo, de al menos diez años, en el que el Valencia debe ser, sobre todo, sensato. Quizá por eso ha venido esa adhesión de las colas ante las taquillas que es la que las buenas empresas necesitan.

A ello ha contribuido un entrenador, Djukic, particularmente equilibrado, que ha protagonizado un anuncio, el de la excavadora, donde no se nos presenta como un supermán delirante que estaba oculto tras el uniforme de currante, sino como un posibilista consciente de su tarea de ofrecer la ilusión y la satisfacción que llegan tras el esfuerzo y el sudor. “Sé muy bien, porque he trabajado de peón, lo que os cuesta sacar el pase”, viene a decir en el anuncio. “Y os aseguro que no voy a defraudar ese esfuerzo. Pondremos esfuerzo de nuestra parte”.

Esfuerzo, claro que sí. Porque como ha escrito Carlos Carnicero, aquí hay dos ligas: la de los muy ricos y la de “la gente normal”. De modo que el mérito, como han hecho el Villarreal, el Levante y el Valencia en no pocas ocasiones, es “salirse del cuadro” y competir con los de la Otra Liga a base de coraje y esfuerzo. Algo que está en nuestra cultura, que lo vemos a diario en el cine y las novelas, como esencial de la naturaleza humana: hay que luchar mucho, para llegar a triunfar en otro nivel; no porque papá es rico, sino porque yo lo valgo.

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