Portaceli, navío espiritual

Dicen los que lo saben que el día en que murió Franco el prior se limitó a dar el titular de la noticia desde el púlpito del refectorio, a la hora de la colación colectiva. Tres palabras bastaron, para qué más detalles. Unos años antes, se habían empleado algunas más, las justas, para decir “el hombre ha llegado a la Luna” o “en Valencia ha habido una gran inundación”. El resto del tiempo, en la vida de los cartujos, es lo previsto en la vieja regla de San Bruno: silencio, meditación, rezos en la iglesia o en la celda, trabajo en el huerto o el pequeño taller.

Portaceli, Porta Coeli, la Puerta del Cielo. Es la primera cartuja que se fundó en el nuevo Reino de Valencia. Cuando el obispo Albalat recibió del rey Jaime I la donación del valle, hicieron venir los primeros monjes de la cartuja de Scala Dei. Era el año 1271 y tres años después se colocó la primera piedra del primitivo recinto. Que a lo largo de los siglos se fue convirtiendo en un centro de cultura y religiosidad con notable influencia en las decisiones internas y externas del Reino.

Desde lo más hondo del valle, el golfo de Valencia, la ciudad y su puerto, la extensa huerta, se divisan a lo lejos. La Albufera es una mancha húmeda que refleja la luz del cielo. Portaceli, en el siglo XXI, es una cartuja vinculada, como las otras treinta que hay extendidas por el mundo, a la Gran Chartreuse de Grenoble, la casa cuna  de una orden monástica fundada por San Bruno, en el oscuro año 1084, con media docena de jóvenes compañeros de oración. En las montañas que ya anuncian Suiza, en los apretados bosques de abetos, cada día se reza al amanecer por la paz y la estabilidad del mundo. “Stat Crux dum volvitur orbis”, dice el lema de la orden: mientras el mundo gira, mientras las cosas cambian, la Cruz permanece…

Más allá de guerras y reformas religiosas, por encima de conflictos, desamortizaciones y expulsiones, los cartujos llevan casi mil años de estabilidad intelectual y religiosa alrededor de unas normas austeras y simples: un religioso cartujo pasará 14 horas de su día dedicado a la oración y el estudio; al menos seis en la iglesia y ocho en la celda. Además procurará hacer trabajos manuales, como los hermanos no ordenados, que dedican unas siete horas de su día a ganarse con sus manos el pan de cada día. Un pan que los viernes es el único alimento general, junto con una jarra de agua. Las duras reglas de  la orden indican que desde el 14 de septiembre hasta la llegada de la Pascua, el cartujo solamente hará una comida al día, aunque tendrá un panecillo para la cena. Durante los demás días del año harán dos comidas al día, a media mañana y por la tarde.

Bonifacio Ferrer, el hermano de San Vicente, fue prior de la casa en la época de esplendor del cenobio; al enviudar, profesó y se fue a dirigir la casa con sus dos hijos. Su sabia intervención en el Compromiso de Caspe habría de contribuir a que Portaceli creciera en reputación dentro de la orden. Los monjes, que llegaron a contarse por docenas, enriquecieron el templo con obras de arte y aumentaron las dotaciones de una biblioteca generosa donde el estudio y la oración competían en profundidad. El templo y sus construcciones anejas se han ido modificando con el paso del tiempo: tiene cuatro claustros, en los que los cartujos son enterrados, y una acumulación de estilos que van desde el gótico al neoclásico de la iglesia.

Margarita de Lauria se cuenta como una de las grandes benefactoras del centro religioso. La familia Trastámara figura entre las grandes protectoras de esta orden; Isabel la Católica, en su juventud, visitó el cenobio en alguna oportunidad. El monasterio se hizo construir un gran acueducto en el siglo XIV. Todavía se levanta intacto para salvar el gran desnivel del valle y traer las frescas aguas de la Fuente de la Mina o de la Hoya.

Los cartujos, que ahora están procediendo a sustituir parte de sus plantaciones de cítricos por extensos cultivos de kiwis y frutales de hueso, no dejan que sus posesiones estén ociosas. Encuentran siempre el agua que necesitan y que administran en una gran balsa construida hace siglos. Los agricultores profesionales de la comarca saben de su laboriosidad y del espíritu de innovación de unos religiosos que no se rinden ante los problemas del campo.

La Desamortización de Mendizábal, en del año 1837, trajo como consecuencia la expropiación y la dispersión de los monjes. El valle fue vendido en subasta y las riquezas artísticas hicieron viajes dudosos: algunos libros emprendieron un largo viaje hasta la actual Biblioteca Valencia; algunos cuadros, salvados por manos cultas, se pueden encontrar ahora en el Museo de San Pío V. Entre ellos, un San Bruno, pintado por Ribalta, pide silencio con el dedo índice.

Los monjes se levantan a las seis y media de la mañana y se acuestan a las siete y media de la tarde. Pero por la noche está previsto un tiempo de rezo en la celda y otro, comunitario (maitines y laudes) en la iglesia. A lo largo de la jornada, tras la misa de las ocho de la mañana, habrá otros tres periodos de oración, individual o colectiva.

Durante largo tiempo, Portaceli estuvo cerrado y semiruinoso. Solo los intentos del doctor Moliner por construir un sanatorio antituberculoso animaron el pinar, donde al final terminó por nacer un hospital en el año 1898. La historia triste del paraje, después de la guerra civil, es la que nos muestra la zona del actual sanatorio convertida en campo de concentración, con cientos de víctimas por hambre y fusilamiento. En 1943, fue cuando la institución propietaria de la finca, la Diputación Provincial, por iniciativa de su presidente, Adolfo Rincón de Arellano, hizo a los cartujanos el ofrecimiento de revitalizar el monasterio.

En noviembre de 1947 se restableció una vida religiosa de oración y meditación que continúa en este momento. Todavía se recuerda cuando, en los años ochenta, el padre del rey, don Juan de Borbón, visitaba cada verano el cenobio para saludar al padre prior, un viejo amigo que en la vida laica perteneció a una notable familia andaluza.

Portaceli, la Puerta del Cielo, es en estos momentos un monasterio de referencia al que se han unido no hace mucho siete religiosos procedentes del monasterio Aula Dei, de Zaragoza. Pasear por sus inmediaciones, cruzar el puente que une el mundo con el monasterio, pasar bajo el acueducto que inspiró al padre Juan Arolas el poema de la sílfide, subir por el camino de herradura que conduce a La Pobleta, es un mucho más que un recurso para una tarde de vacaciones: es un viaje sereno por la espiritualidad y la historia de Valencia.

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