Un Castillete para Ponce

He tenido el privilegio de asistir a la concesión del Castillete de Oro –máximo galardón con el que el pueblo de La Unión reconoce cada año a una personalidad relacionada con el mundo del flamenco– al torero valenciano Enrique Ponce. En la cuidada sala de actos de la Casa del Piñón (sede del Ayuntamiento donde torea con igual maestría y no menos valentía su alcalde Paco Bernabé) el diestro fue presentado por un emocionado Antonio González Barnés –elmuletazo.com– que recordó, a un año de las bodas de plata de su alternativa, que “la historia de nuestra fiesta no se puede escribir sin él”.

La fiesta de la españolía sin complejos, de la tradición y del arte de esta vieja nación que, por tener, tiene forma de piel de toro mientras se mantenga la unidad territorial que algunos pretenden cuestionar.

Más tarde, la mágica fusión de gitanos de aquí y gitanos de la India, ante la atónita mirada de cientos de unioneros expertos y no pocos expertos visitantes, en la “catedral del flamenco” (el viejo, decimonónico, Mercado Público) tuvieron ocasión de emocionar en una experiencia de internacionalización, de mestizaje, de búsqueda de encuentros y coincidencias que dejan a la altura del betún tanto localismo cateto, tanto nacionalismo de vía estrecha.

“Qué bonito, qué bonito es ver a Ponce hacer el paseíllo, qué bonito este torero cuando sale de capotes … y mandar sobre el albero” cantaba una muchacha rubia como la cerveza ante un público entregado y un torero que confesaría –“orgullosísimo” y humilde– que el flamenco y el mundo del toro forman parte de nuestra cultura, de nuestra forma de pensar y de sentir. Que cantar, que tocar la guitarra o los palillos con ese sentimiento, con esa maestría, es “algo más que te da Dios” para que los demás lo disfruten.

Allí, apenas unas horas más tarde de que Rajoy compareciese en el senado para enfrentarse al morlaco que cebó en su propia ganadería política, me enteré que una “poncina” es un muletazo en redondo. Ojalá el presidente del gobierno acabe saliendo por la puerta grande y a hombros, para satisfacción de los españoles y descrédito de sus más radicales oponentes.

Bonitos los símiles entre la Maestranza y una academia de danza … Dramáticos los que, por mirar cara a cara a la muerte, compararon al minero y al torero. Acertados los que relacionaron libertad y respeto.

En la plaza dedicada al regeneracionista Joaquín Costa, la directora del IVAM, Consuelo Císcar, asistía en compañía de autoridades locales, autonómicas y diplomáticas a la inauguración de la muestra de escultura monumental en la que Ramón de Soto se mide con Anthony Caro y Juan Muñoz en una enfilada de “pasión flamenca” que precederá estos días a Eva Yerbabuena, a Diego el Cigala, a Miguel Poveda, y al que resultará ganador del quincuagésimo tercero certamen del Cante de las Minas que consolida este pueblo minero de tan antigua raigambre –cuarenta mil esclavos romanos y treinta y cinco mil españolitos decimonónicos arañaron su tierra argentífera- como la sede mundial del cante hondo.

La modernidad de lo remoto, en palabras del pregonero Antonio Lucas, su andamiaje literario en la cita de Caballero Bonald –último Cervantes–, la llegada del duende en la oportuna evocación de Manuel de Falla y Federico García Lorca, cobraron sentido cuando la bailarina india de policromadas vestiduras se “enfrentaba” al rojo intenso de la bailaora española o el taconeo de la segunda encontraba en los crótalos del músico hindú una réplica amistosa y seductora que hizo levantar al público de sus asientos.

Toda una lección de identidad que no desdeña, sino que encumbra, una cultura global y profunda, auténticamente contemporánea.

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