Adolfo Suárez, el homenaje debido

Adolfo Suárez es el padre fundador de la democracia española, y pudo serlo tanto gracias a sus virtudes como a sus defectos. Más que unas ideas fue un estilo, más que un programa político lo suyo fue levantar la viga maestra. Naturalmente no hizo él solo la transición de la dictadura a la democracia, pero es el rostro y el carácter que siempre vincularemos a aquel proceso. El que encarna como pocos el espíritu que permitió pasar, en general,  pacífica y ordenadamente  de un régimen autoritario a un sistema democrático.

Suárez fue el barquero que nos transportó de una orilla a otra, que consiguió que el viaje se completara a pesar de tantos y tan dispares escollos y amenazas. Pero ahí acabó también su propio viaje político, porque a Suárez le sucedería lo que a algunos otros líderes que desempeñan un papel providencial en circunstancias excepcionales.  Apenas pasan esos instantes críticos, son expulsados del proscenio o apartados como si fueran trastos inútiles.

Al gran Churchill lo mandaron los votantes para casa en cuanto acabó la Segunda Guerra Mundial.  Quien lea las memorias de Václav Havel encontrará rastro de las miserias que hubo de soportar quien había guiado la transición del comunismo a la democracia en Checoslovaquia. Los líderes políticos que marcan épocas  muchas veces son devorados por las fuerzas de la era que han contribuido a alumbrar. No sólo los machacan sus rivales más directos: la opinión pública que tanto les quería, de pronto, les da la espalda.

Así ocurrió con Suárez, cuya estrella fue la más fugaz.  Brilló tan intensa como brevemente. En el espacio de unos pocos años pasó de ser una figura indiscutible que suscitaba entusiasmos a presidir sobre un partido marginal y ocupar escaño como un diputado novato al que nadie da bola. Él fue consciente de la magnitud del seísmo. Tan pronto como en 1980, apenas cuatro años después de que iniciara la Transición con la Ley de Reforma Política, Suárez hacía esta confesión de derrota en una entrevista con el diario ABC, que no se publicó entonces: “Soy un hombre absolutamente desprestigiado”.

No se equivocaba y pronto caería bajo el fuego amigo, el fuego enemigo y el fuego propio, el de sus errores. Cuando se le veía, años después, en algún acto público, semejaba más un hombre marcado por su caída que un hombre satisfecho por su obra política. Tal vez era la huella de un sufrimiento íntimo, familiar, pero a mí siempre me quedará la duda, pues  no se le reconoció como merecía. Guárdesele ahora, en la hora de su muerte, el homenaje que corresponde a un padre de la patria.

 

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