El AVE cambia la vida

Lo notaremos mucho o poco, nos gustará destacarlo o no. Pero la realidad es que el AVE, cualquier servicio ferroviario de alta velocidad, cambia la vida de las personas y de la sociedad a la que sirve con el paso de muy poco tiempo. Y eso hay que tenerlo en cuenta a la hora de abordar la economía de una nación.

Cuando uno viaja a Madrid desde Valencia con un tren de alta velocidad, se percata de la importancia del servicio y sus ventajas. Pero cuando uno se da cuenta del valor estratégico que esa línea tiene, cuando uno se olvida de parte de las monsergas sobre el despilfarro que ha oído y ve aumentar su autoestima como español, es cuando un turista americano, por poner un ejemplo,  llega a Valencia desde Madrid y lo hace ponderando la extraordinaria maravilla que ese tren es, comparado con los que le tocó conocer, en la misma línea, en la España de los setenta o los ochenta.

Claro que, con ese mismo americano, hace apenas cinco años, tú has tomado un tren, para un viaje de unos 1.000 kilómetros con destino a Nueva York, y has esperado la parada del convoy en una estación que no era más grande, ni estaba mejor dotada, que la del antiguo “trenet” en Bétera o Meliana. En Montpellier, capital del estado de Vermont, había una estación-casita con una estufa, y un andén, uno solo, donde un empleado todavía ponía a los pasajeros, recuérdalo, una escalerilla de madera como la que le ponían a Spencer Tracy en aquellas películas de los años cincuenta.

Desarrollar un país a base de ferrocarril público es una decisión mucho más europea que americana, sin duda alguna. Y por encima de las necesarias discusiones y dudas, es una opción que, aunque haya dudas en la rentabilidad de la complicadísima infraestructura, termina por influir, de forma positiva, en la vida de las personas y en el progreso y cambio de las sociedades a las que sirve. Otra cosa es que esas sociedades sepan aprovecharlo con inteligencia, una posibilidad en la que a la provincia de Valencia la queda todavía un largo recorrido, a mi juicio.

Alicante está enlazada desde hoy con Madrid por una vía de alta velocidad que, dentro de unos meses, aun permitirá hacer un viaje mucho más deprisa. La ciudad que unió a Madrid con el Mediterráneo por primera vez vuelve a conseguir las ventajas que comenzó a utilizar en mayo de 1858, cuando Isabel II inauguró el servicio. Ese turismo sereno de Alicante, esas posibilidades de desarrollo de una vida residencial cómoda, en una ciudad no agobiante que se parece a Cannes o Niza, ha multiplicado desde ayer sus opciones. Las oportunidades como punto llegada y embarque de cruceros de poco porte (que son los que llevan pasajeros más pudientes) crecen. Las posibilidades de venta de amarres, de alquiler de segundas residencias, se acrecientan. Con AVE, llegar a Alicante desde Buenos Aires o Toronto, vía Barajas, es más cómodo; con AVE, fomentar que un inglés que pasa unas semanas en San Juan visite el Museo del Prado o vaya a Córdoba, es bien sencillo.

La vida cambia si hay posibilidades y contemplar con alegría cómo Alicante ya tiene el servicio que tanto ha esperado es, desde luego, hacerse la pregunta de cuándo podremos ir los valencianos a Alicante en ese mismo tren de alta velocidad. Porque ahora podemos ir a Málaga pero no a “les fogueres”…

La interconexión Alicante-Valencia-Castellón es imprescindible. Permitir que el flujo turístico de la meseta llegue también a buena velocidad a Gandía y Oropesa es una urgencia. Conseguir que ese Corredor Mediterráneo que reclamamos para las mercancías lo sea también para las personas, es tan de manual como imaginar trenes que hagan el recorrido de la costa desde o hacia París, Milán o Ginebra. Porqie si Europa va a sacar adelante su proyecto de cohesión continental, si Europa quiere de verdad competir, euro en mano, con el dólar o con el yuan, tendrá que hacerlo en base a una red razonablemente rápida de ferrocarril que en modo alguno puede excluir esa franja de vida, crecimiento y progreso que llamamos corredor mediterráneo. Y que fue inventada hace ya dos mil años.

 

P.

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