El bálsamo del turismo

Llego a una Barcelona desbordada de turistas. Buscan las huellas de Gaudí, del modernismo, de Miró y  de la herencia de Tapies. Hacen cola pacientemente en la taquilla de La Pedrerá. La casa de familia que el matrimonio Milá encargó al mago de las formas. Toman fotos de la fachada y escrutan las maquetas mágicas de las edificaciones civiles más  importantes del genial arquitecto catalán.

Siempre me quedo fascinado por la manera en que Antoni  Gaudí elaboraba sus plano y diseñaba sus edificios. El estudio de la naturaleza le confío las formas más adecuadas a la resistencia de la gravedad, de los vientos y de la historia. Su sistema de cargas invertidas, colgando las formas y los pesos para proyectar los edificios sobre un espejo, ha demostrado que su empirismo era tan preciso como los programas de ordenador que hoy parecen más avanzados.

Era una catalanidad, la de Gaudí, que resulta sorprendentemente moderna es esta época de desafíos indentitarios. Su bagaje intelectual estaba soportado  en la sencillez, en la observación de la naturaleza, la persistencia que se resistía a la tozudez y en una universalidad que era vanguardia en la época de las vanguardias.

Las Ramblas siguen si descansar: Un tránsito de personas en espera de una sorpresa. El Paseo de Gracia sigue siendo una de las avenidas con más glamour del mundo.

Los norteamericanos hacen cola en las hamburgueserías internacionales para percatarse de que su condón umbilical con su mundo está presente en los lugares más remotos. Tienen que sentir, una vez al día por lo menos, que sus forma de vida está al alcance de la mano. Pero luego se sueltan la melena en el Port Vell, en El Born y zigzagueando por el barrio Gótico.

Me llegan noticias de que las playas de Valencia y Alicante están también repletas.

El turismo sigue siendo un bálsamos en la crisis. Percibo conciencia de que es nuestra tabla de salvación. Se atiende con más respeto y más profesionalidad a los forasteros. Hemos tomado conciencia de que la excelencia es una forma de garantizar nuestra supervivencia.

Como Antoni Gaudí, los empresarios de hostelería escrutan la naturaleza de sus visitantes y les dosifican respeto y atención.

El Mediterráneo fue durante siglos puerto de entrada y de salida de sueños y pesadillas. Quienes se asomaban al mar fueron precursores de nuestra modernidad escasa, timorata y salpicada de creencias antiguas que siguen siendo un lastre en la era de la globalización.

Me reconcilio con esta España adobada de corrupción y pesimismo en la constatación de que existe una sociedad civil –disociada de partidos, instituciones y entidades financieras- que es capaz de buscar una salida al margen de los discursos oficiales y las taifas concebidas como receptáculo de poder.

Calentar a las masas sigue siendo empresa fácil. Pero constato que Cataluña, sus ciudadanos, se sienten cómodos sin fronteras. Viajo a Menorca. Siento que he llegado a un capsula que neutraliza el estrés y ralentiza las angustias.

Siempre entendí mi españolidad sin aspavientos como la capacidad de sentirme cómodo en cada rincón. Percibo las distintas realidades de este país como una bolsa de orgullo en la que cada peculiaridad forma parte de una identidad compartida que para mi es indisociable. Creo que estoy entendiendo la modernidad de un país que siempre ha caminado descalzo. Pasarán Bárcenas, Rajoy, los golfos de Andalucía y de Cataluña. Y seguirán abiertas las puertas de La Pedrera para admirar en silencio a este genio de la arquitectura y de las formas que fue capaz de entender que la mayor sofisticación es una simple copila sencilla de lo que siempre ha estado enfrente de nuestra mirada. Tengo la secreta esperanza de que los especuladores, los nuevos ricos y los aprovechados del poder no consigan acabar con nuestra sencillez.

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